XV Los equipajes

Pronunciadas unas palabras tan corteses como insinceras, y prometido a mistress Hubbard que en seguida le llevarían el café, Poirot abandonó la cabina, acompañado de sus dos amigos.
—Bien, hemos empezado con un fracaso —dijo monsieur Bouc—. ¿A quién molestaremos ahora?
—Lo más sencillo será recorrer el tren coche por coche. Lo que significa que empezaremos por la cabina número dieciséis..., la del amable mister Hardman.
Mister Hardman, que estaba fumando un cigarro, les recibió cortésmente.
—Entren, caballeros..., es decir, si es humanamente posible. Esto es un poco pequeño para celebrar una reunión.
Monsieur Bouc explicó el objeto de su visita, y el corpulento detective asintió comprensivamente.
—¡Cierto! Si he de decirle la verdad, ya me extrañaba que no hubiesen ustedes hecho esto antes. Aquí están mis llaves, señores, y si quieren registrarme también los bolsillos, por mí no hay ningún inconveniente. Voy a bajar las maletas.
—El encargado lo hará. ¡Michel!
El contenido de las dos maletas de mister Hardman no ofreció tampoco nada de particular. Se componía, quizá, de una indebida proporción de licores. Mister Hardman hizo un guiño:
—No es frecuente que le registren a uno las maletas en las fronteras... si tiene uno de su parte al encargado. Un puñado de billetes turcos y todo va como una seda.
—¿Y en París?
Mister Hardman repitió el guiño.
—Cuando llegue a París —dijo— lo que quede de este pequeño lote irá a parar a una botella de loción para el cabello.
—Por lo visto no es usted partidario de la prohibición —dijo monsieur Bouc con una sonrisa.
—Puedo decir que la prohibición nunca me molestó gran cosa —rió Hardman.
—El speakeasy, ¿eh? —dijo monsieur Bouc, saboreando la palabra—. Es muy pintoresca y expresiva esa jerga norteamericana.
—Me gustaría mucho ir a Estados Unidos —declaró Poirot.
—Aprendería usted allí muchas cosas —dijo Hardman—. Europa necesita despertar. Está medio dormida.
—Es cierto que Estados Unidos es el país del progreso —convino Poirot—. Admiro a los norteamericanos por muchas cosas. Pero las mujeres norteamericanas... y quizás en esto estoy yo algo anticuado... me parecen menos atractivas que mis compatriotas. A la mujer francesa o belga, coqueta, encantadora... creo que no hay ninguna que la iguale.
Hardman se asomó un instante a la ventanilla para contemplar la nieve.
—Quizá tenga usted razón, monsieur Poirot —dijo—. Pero a cada uno le gustan las mujeres de su país.
Parpadeó como si la nieve le hubiese hecho daño en los ojos.
—Es deslumbrador, ¿verdad? —observó—. Miren, señores, este asunto me ataca los nervios. El asesinato por un lado, la nieve por otro, y aquí nadie hace nada. Todos andan de un lado a otro matando el tiempo. Me gustaría mucho ocuparme en hacer algo; esta inactividad es completamente desesperante.
—El verdadero espíritu pionero del Oeste —comentó Poirot con una sonrisa.
El encargado volvió a colocar las maletas en su sitio y se trasladaron todos al compartimiento inmediato. El coronel Arbuthnot no puso dificultad alguna. Tenía dos pequeñas maletas de cuero.
—El resto de mi equipaje ha ido por mar.
Como la mayoría de los militares, el coronel era un buen empaquetador. El examen de su equipaje ocupó solamente unos pocos minutos. Poirot reparó en un paquete de limpiapipas.
—¿Los usa usted siempre de la misma clase? —quiso saber el detective.
—Generalmente. Si puedo conseguirlos.
Los limpiapipas eran idénticos al encontrado en el suelo de la cabina del hombre muerto.
El doctor Constantine hizo también la observación cuando se encontraron en el pasillo.
—Tout de méme —murmuró Poirot—. Me cuesta trabajo creerlo. No está en su carácter y con esto queda dicho todo.
La puerta de la cabina inmediata estaba cerrada. Era la ocupada por la princesa Dragomiroff. Llamaron y contestó desde dentro la profunda voz de la dama:
—Entrez.
Monsieur Bouc era el que llevaba la voz cantante. Estuvo muy deferente y cortés al explicar su comisión.
La princesa le escuchó en silencio, su pequeño rostro de sapo completamente impasible.
—Si es necesario, señores —dijo cuando el otro hubo terminado—, aquí está todo lo que hay que registrar. Mi doncella tiene las llaves. Ella se entenderá con ustedes.
—¿Lleva siempre las llaves su doncella, madame? —preguntó Poirot.
—Ciertamente, monsieur.
—¿Y si durante la noche, en una de las fronteras, los oficiales de Aduanas quieren abrir una de sus maletas?
La dama se encogió de hombros.
—Es muy improbable. Pero, en tal caso, el encargado iría a buscar a mi doncella.
—¿Confía usted, entonces, en ella completamente, madame?
—Ya se lo he dicho —contestó la princesa—. No utilizo gente que no me inspire confianza.
—Sí —dijo Poirot, pensativo—. La confianza es ciertamente algo en estos días. Es quizá mejor tener una mujer sencilla en quien poder confiar que no una doncella chic, una linda parisiense, por ejemplo.
Vio que sus inteligentes ojos giraban lentamente para fijarse en su rostro.
—¿Qué quiere usted decir con eso, monsieur Poirot?
—Nada, madame, nada.
—No lo niegue. ¿De verdad que cree usted que debería tener una encantadora francesita para atender mi toilette?
—Sería quizá más natural, madame.
Ella movió la cabeza.
—Schmidt siente adoración por mí —dijo recalcando las palabras—. Y ya sabe usted que esta clase de afecto... c'est impayable.
La alemana llegó con las llaves. La princesa le habló en su propio idioma para decirle que abriese las maletas y ayudase a los señores a hacer el registro. La princesa, entretanto, permaneció en el pasillo contemplando la nieve, y Poirot la acompañó, dejando a monsieur Bouc la tarea de registrar el equipaje.
Ella le miró, sonriendo irónicamente.
—Bien, monsieur, ¿no desea usted ver lo que contienen mis valijas?
—Madame, es una formalidad y nada más.
—¿Está usted seguro?
—En su caso, sí.
—Sin embargo, conocí y amé a Sonia Armstrong. ¿Piensa usted que no sería yo capaz de ensuciarme las manos matando a un canalla como Cassetti? Bien, quizá tenga usted razón.
Guardó silencio unos minutos, y añadió:
—¿Sabe usted lo que me gustaría haber hecho con ese hombre? Habría llamado a mis criados y les habría dicho: «Matadle a palos y arrojadle después al estiércol». Así se hacían estas cosas cuando yo era joven, señor.
Poirot no habló; se limitó a escuchar atentamente.
Ella le miró con repentina impetuosidad.
—No dice usted nada, monsieur Poirot. ¿En qué está usted pensando?
Él le clavó la mirada escrutadora y tras una pausa dijo:
—Pienso, madame, que su fuerza reside en la voluntad..., no en su brazo.
Ella se contempló los escuálidos brazos enfundados en las negras mangas, brazos que terminaban en unas manos amarillentas, como garras, con los dedos cubiertos de valiosas sortijas.
—Es cierto —dijo—. No tengo fuerza en ellos..., ninguna. No sé si alegrarme o deplorarlo.
Se volvió repentinamente y entró en la cabina, donde la doncella se ocupaba ya en guardar las cosas.
La princesa Dragomiroff cortó en seco las disculpas de monsieur Bouc.
—No hay necesidad de que se disculpe, señor —dijo—. Se ha cometido un asesinato. Hay que ejecutar ciertos trámites. Eso es todo.
—Vous étes bien aimable, madame.
Ella se inclinó ligeramente para despedirlos.
Las puertas de las cabinas inmediatas estaban cerradas. Monsieur Bouc se detuvo y se rascó la cabeza.
—Diable! —exclamó—. Esto sí que va a ser terrible. Son pasaportes diplomáticos. Sus equipajes se hallan exceptuados.
—Lo estarán para la cuestión de Aduana. Pero un asesinato es diferente.
—Lo sé. Así y todo, no queremos tener complicaciones.
—No se preocupe, amigo mío. El conde y la condesa serán razonables. Vea usted lo amable que estuvo la princesa Dragomiroff.
—Es verdaderamente una grande dame. Estos dos son también de la misma posición, pero el conde me da la impresión de tener un carácter algo truculento. No le agradó que insistiese usted en interrogar a su esposa... Y esto le molestará más todavía. Supongamos que prescindimos de ellos. Al fin y al cabo, no pueden tener nada que ver con el asunto. ¿Para qué molestarnos?
—No estoy de acuerdo con usted —replicó Poirot—. Estoy seguro de que el conde Andrenyi será razonable. Intentémoslo, de todos modos.
Y antes de que monsieur Bouc pudiera replicar, llamó vivamente a la puerta número trece.
—Entrez —dijo una voz desde dentro.
El conde estaba sentado en el rincón más próximo a la puerta, leyendo un periódico. La condesa, acurrucada en el rincón opuesto, junto a la ventana, tenía la cabeza recostada en una almohada y parecía estar durmiendo.
—Pardon, señor conde —empezó diciendo Poirot—. Perdóneme esta intrusión. Estamos registrando todos los equipajes del tren. Se trata de una mera formalidad, pero hay que realizarla. Monsieur Bouc sugiere que, como usted tiene un pasaporte diplomático, podría alegar razonablemente que está exento de tal registro.
El conde reflexionó un momento.
—Gracias —dijo—. Pero no creo que deba hacer una excepción en mi caso. Prefiero que nuestro equipaje sea examinado como el de los demás viajeros.
Se volvió a su mujer y añadió:
—Supongo que no tendrás ningún inconveniente, ¿verdad, Elena?
—En absoluto —contestó la condesa sin titubear.
Siguió un rápido examen, casi superficial. Poirot parecía tratar de ocultar su incomodidad haciendo algunas observaciones insignificantes.
—En este maletín hay una etiqueta todavía húmeda, madame —dijo levantando uno de tafilete con iniciales y una corona.
La condesa no contestó a esta observación. Parecía molesta por aquellos trámites y permaneció todo el tiempo acurrucada en su rincón, contemplando soñadora el paisaje que se divisaba por la ventanilla.
Poirot terminó el registro abriendo el armario colocado sobre el lavabo y echando una rápida ojeada a su contenido: una esponja, cremas, polvos y un frasquito con la etiqueta de Trional.
Luego, con corteses protestas por ambas partes, el grupo se retiró.
Seguían la cabina de mistress Hubbard, la del hombre muerto y la del mismo Poirot.
Continuaron hacia los compartimientos de segunda clase. El primero —literas número diez y once— estaba ocupado por Mary Debenham, que leía un libro, y por Greta Ohlsson, que estaba profundamente dormida, pero que se despertó sobresaltada al entrar los tres hombres.
Poirot repitió su fórmula. La sueca pareció tranquilizarse. Mary Debenham siguió fría e indiferente.
Poirot se dirigió a la viajera sueca.
—Si usted lo permite, mademoiselle, examinaremos primeramente su equipaje y luego el de la señora norteamericana. Tal vez quisiera ir a verla. La hemos hecho trasladarse a uno de los compartimientos del coche siguiente, pero continúa muy nerviosa a consecuencia de su descubrimiento. He ordenado que le lleven café, pero ya sabe usted que es una señora para quien hablar con alguien constituye algo de primera necesidad.
La buena mujer se compadeció instantáneamente. Sí, iría en seguida y llevaría consigo algunas sales de amoníaco por si las necesitaba.
Sus maletas no tardaron en ser examinadas. Contenían muy pocos efectos. La viajera no había notado todavía que faltaban alambres de su sombrerera.
Miss Debenham dejó a un lado su libro. Observaba a Poirot. Cuando éste se las pidió, le entregó sus llaves. Luego, al ver que él mismo bajaba su maleta y la abría inmediatamente, preguntó:
—¿Por qué aleja usted así a mi compañera, monsieur Poirot?
—¿Yo, señorita? Pues para que cuide a la señora norteamericana.
—Un excelente pretexto..., pero pretexto al fin y al cabo.
—No la comprendo, señorita.
—Creo que me comprende usted demasiado bien. Quería usted que me quedase sola, ¿no es eso?
—Está usted poniendo palabras en mi boca, señorita.
—¿Y también ideas en su cabeza? No lo creo. Las ideas están ya ahí. ¿No es cierto?
—Señorita, tenemos un proverbio que dice...
—Qui s'excuse, s'acuse; ¿es eso lo que iba usted a decir? Debe atribuirme alguna dosis de observación y sentido común. Por alguna razón que desconozco se ha empeñado usted en que sé algo de este sórdido asunto..., el asesinato de un hombre a quien nunca conocí.
—Se imagina usted cosas, señorita.
—No me imagino nada, monsieur Poirot. Pero estamos malgastando el tiempo por no decir la verdad..., por andarnos por las ramas en vez de ir directamente al asunto.
—Y a usted no le gusta malgastar el tiempo. Es usted partidaria del método directo. Eh bien, la complaceré a usted. Vamos por el método directo. Empezaré por preguntarle el significado de ciertas palabras que sorprendí en el trayecto desde Siria. En la estación de Konya bajé del tren para hacer eso que los ingleses llaman «estirar las piernas». En el silencio de la noche llegaron hasta mí su voz y la del coronel, señorita. Usted le decía: Ahora, no. Ahora, no. Cuando todo haya terminado. Cuando todo quede atrás.
—¿Cree usted que me refería al... asesinato? —dijo la joven tranquilamente.
—Soy yo quien pregunta, señorita.
Ella suspiró y quedó pensativa unos momentos. Luego añadió como si despertase de su abstracción:
—Esas palabras tienen su significado, señor, pero no puedo decírselo. Sólo puedo darle mi solemne palabra de honor que nunca puse los ojos en ese Ratchett hasta que lo vi en este tren.
—¿Se niega usted entonces a explicar esas palabras?
—Sí..., si quiere usted interpretarlo de este modo. Me niego. Se referían a algo... a algo que había emprendido...
—¿A algo que está ahora terminado?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿No es cierto que está terminado?
—¿Qué le hace suponerlo?
—Escuche, señorita. Voy a recordarle otro incidente. Este tren sufrió un retraso el día en que debía llegar a Estambul. Estaba usted muy preocupada, señorita. ¡Usted, tan tranquila, tan dueña de sus nervios...! En aquel momento perdió la calma.
—No quería perder mi conexión.
—Eso dijo usted. Pero el Orient Express sale de Estambul todos los días de la semana. Aunque hubiese perdido la conexión, ello sólo habría significado un retraso de veinticuatro horas.
Miss Debenham dio muestras por primera vez de cierto nerviosismo.
—¿No se da usted cuenta de que uno puede tener amigos en Londres esperando su llegada, y que el retraso de un día trastorna planes y origina multitud de molestias?
—¿Es éste su caso? ¿Hay amigos esperando su llegada? ¿No quiere usted causarles molestias?
—Naturalmente.
—Y, sin embargo..., es curioso...
—¿Qué es curioso?
—En este tren... ha vuelto a producirse un retraso. Y esta vez más serio, puesto que no hay posibilidad de enviar un telegrama a sus amigos ni llamarles por teléfono.
Mary Debenham sonrió ligeramente a pesar de sí misma.
—Sí, como usted dice, es extremadamente fastidioso no poder cursar una palabra ni por telégrafo ni por teléfono.
—Y, sin embargo, señorita, esta vez su humor es completamente diferente. No revela usted impaciencia. Está usted tranquila y filosófica.
Mary Debenham enrojeció ligeramente y se mordió el labio. Ya no se sentía inclinada a sonreír.
—¿No contesta usted, señorita?
—Lo siento. No sabía que hubiese nada que contestar.
—La explicación de su cambio de actitud, señorita.
—¿No cree usted, monsieur Poirot, que da usted demasiada importancia a lo que no la tiene?
Poirot extendió las manos en gesto de disculpa.
—Es quizás una falta peculiar de los detectives. Nosotros queremos que la conducta sea siempre consecuente. No consentimos los cambios de humor.
Mary Debenham no contestó.
—¿Conoce usted bien al coronel Arbuthnot, señorita?
La joven pareció reanimarse con el cambio de tema.
—Le vi por primera vez en este viaje.
—¿Tiene usted alguna razón para sospechar que él conocía a Ratchett?
—Estoy completamente segura de que no.
—¿Por qué está usted tan segura?
—Por su manera de expresarse.
—Y, sin embargo, señorita, encontramos un limpiapipas en el suelo de la cabina del muerto. Y el coronel es el único viajero del tren que fuma en pipa.
Poirot observaba a la joven atentamente, pero ella no reveló ni sorpresa ni emoción.
—Tonterías —se limitó a decir—. Es absurdo. El coronel Arbuthnot es la última persona de quien podría sospecharse de haber intervenido en un crimen... especialmente en un crimen tan teatral como éste.
Estaba aquello tan conforme con la opinión de Poirot que estuvo a punto de manifestárselo así. Pero en lugar de eso dijo:
—Debo recordarle que no le conoce usted muy bien, mademoiselle. Ella se encogió de hombros.
—Conozco al tipo lo suficiente.
—¿Sigue usted negándose a decirme el significado de aquellas palabras: «Cuando termine todo»? —preguntó Poirot acentuando su amabilidad.
—No tengo más que decir —contestó ella fríamente.
—No importa —repuso él—. Yo lo descubriré.
Se inclinó y abandonó la cabina, cerrando la puerta al salir.
—¿Ha sido eso prudente, amigo mío? —preguntó monsieur Bouc—. La ha puesto usted en guardia... y por ella también al coronel.
—Mon ami, si quiere usted coger a un conejo, meta un hurón en la madriguera, y si el conejo está allí, saldrá corriendo. Esto es lo que he hecho.
Entraron en el compartimiento de Hildegarde Schmidt.
La mujer les esperaba en pie, con rostro respetuoso, pero inexpresivo.
Poirot lanzó una rápida mirada al maletín colocado sobre el asiento.
Luego hizo una seña al empleado para que bajase la maleta de la rejilla.
—¿Las llaves? —preguntó.
—No está cerrada, señor.
Poirot hizo saltar los broches y levantó la tapa.
—¡Ah! —exclamó, volviéndose a monsieur Bouc—. ¿Recuerda lo que le dije? ¡Mire aquí un momento!
En la maleta había un uniforme de empleado de coche cama apresuradamente doblado.
La estolidez de la alemana sufrió un repentino cambio.
—¡Oh! —exclamó—. Eso no es mío. Yo no lo puse ahí. No he mirado esa maleta desde que salimos de Estambul. Créanme que es cierto.
Paseaba la mirada de unos a otros, suplicante. Poirot la cogió con mucha suavidad por el brazo y la tranquilizó.
—No, no, todo está bien. La creemos. No se ponga nerviosa. Estoy tan seguro de que usted no escondió ahí ese uniforme como de que es usted una buena cocinera. ¿Verdad que es usted una buena cocinera?
La mujer sonrió, a pesar de su espanto.
—Ciertamente, todas mis señoras lo han dicho así. Yo...
Se calló, con la boca abierta, otra vez asustada.
—No, no —dijo Poirot—. Le aseguro que todo está bien. Voy a decirle cómo sucedió esto. Aquel hombre, el hombre que vio con el uniforme de los coches cama, sale del compartimiento del muerto y tropieza impensadamente con usted. Esto es para él una mala suerte. Esperaba que nadie le viera. ¿Qué hace entonces? Tiene que deshacerse de su uniforme. Ya no es para él una salvaguardia, sino más bien un peligro.
La mirada de Poirot se trasladó a monsieur Bouc y al doctor Constantine, que le escuchaban atentamente.
—Cae la nieve, como ustedes ven. La nieve que trastorna todos sus planes. ¿Dónde ocultar esas ropas? Todas las cabinas están ocupadas. Pasa por delante de una, cuya puerta está abierta, y que muestra estar vacía. Debe de ser la que pertenece a la mujer con quien acaba de tropezar. Se introduce en la cabina, se quita el uniforme y lo mete apresuradamente en la maleta que está en la rejilla. De este modo puede pasar algún tiempo hasta que lo descubran.
—¿Y luego? —preguntó monsieur Bouc, anhelante.
—Eso es lo que tenemos que averiguar —contestó Poirot, dirigiéndole una mirada significativa.
Examinó la chaqueta del uniforme. Le faltaba un botón, el tercero. Metió la mano en el bolsillo y sacó una llave maestra como la que utilizan los encargados para abrir los compartimientos.
—Aquí está la explicación de cómo nuestro hombre pudo pasar por las puertas cerradas —dijo monsieur Bouc—. Sus preguntas a mistress Hubbard fueron innecesarias. Cerrada o no, el hombre pudo franquear fácilmente la puerta de comunicación. Después de todo, si se tiene un uniforme de coche cama, ¿por qué no una llave?
—¿Por qué no, ciertamente? —repitió Poirot.
—Debimos figurárnoslo desde un principio. Recordará usted que Michel dijo que la puerta del compartimiento de mistress Hubbard que da al pasillo estaba cerrada cuando él acudió a contestar a la llamada de la señora. «Así es, señor —nos dijo el encargado—. Por eso creí que la señora había soñado.»
—Pero ahora se explica todo —continuó monsieur Bouc—. Indudablemente el criminal se propuso cerrar también la puerta de comunicación, pero oyó algún movimiento en la cama y se asustó.
—Ahora sólo tenemos que buscar el quimono escarlata —dijo Poirot.
—Cierto. Pero los dos compartimientos que faltan están ocupados por hombres.
—Los registraremos así y todo.
—¡Oh, seguramente! Y recuerdo lo que pronosticó usted.
Héctor MacQueen accedió amablemente al registro.
—Ya me extrañaba a mí que no viniesen —dijo con melancólica sonrisa—. Decididamente soy el viajero más sospechoso del tren. No tienen ustedes más que encontrar un testamento en que el viejo me deje todo su dinero y se aclarará el asunto.
Monsieur Bouc le lanzó una mirada de desconfianza.
—Perdonen la broma —añadió apresuradamente MacQueen—. El viejo no me dejó un céntimo. Yo sólo le era útil por mis conocimientos de idiomas y demás. Quien no sepa hablar más que un buen inglés no está en condiciones de andar por el mundo. Yo no soy lingüista, pero sé ir de compras y entenderme con la gente de los hoteles en francés, italiano y alemán.
Su voz era un poco más premiosa que de ordinario. Era como si se sintiese ligeramente intranquilo por el registro, a pesar de su voluntad.
Poirot levantó la cabeza.
—Nada —dijo—. ¡Ni siquiera un legado comprometedor!
MacQueen suspiró.
—Bien; me he quitado una carga de encima —dijo humorísticamente.
Se trasladaron al compartimiento inmediato. El examen de los equipajes del corpulento italiano y del criado no dio resultado alguno.
Los tres hombres se reunieron al final del coche, mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó monsieur Bouc.
—Volveremos al coche comedor —dijo Poirot—. Sabemos ya todo lo que podemos saber. Tenemos la declaración de los viajeros, el testimonio de sus equipajes, de nuestros ojos. No podemos esperar otra ayuda. Tenemos que utilizar ahora nuestros cerebros.
Se palpó los bolsillos buscando su pitillera. Estaba vacía.
—Volveré dentro de un momento —dijo—. Necesitaré los cigarrillos. Tenemos entre manos un asunto difícil y curioso. ¿Quién llevaba aquel quimono escarlata? ¿Dónde está ahora? Quisiera saberlo. Hay algo en este caso..., algún factor..., que se me escapa. Es difícil porque lo han hecho difícil.
Se alejó apresuradamente por el pasillo hacia su compartimiento. Sabía que tenía provisión de cigarrillos en uno de sus maletines.
Lo bajó de la rejilla y lo abrió, soltando las aldabillas. Quedó perplejo. Cuidadosamente doblado, en la parte superior, había un quimono escarlata con dragones.
—Me lo esperaba —murmuró—. Es un desafío. Lo acepto.

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