VIII Más revelaciones sorprendentes

No me sorprendería ahora —dijo monsieur Bouc—, que todos los viajeros confesasen que han estado al servicio de la familia Armstrong.
—He aquí una observación profunda —dijo Poirot—. ¿Le agradaría escuchar lo que tiene que decir su sospechoso favorito, el italiano?
—¿Va usted a comprobar otra de sus ya famosas suposiciones?
—Precisamente.
—El suyo es realmente un caso extraordinario —dijo el doctor Constantine.
—Nada de eso, es de lo más natural —repuso Poirot.
Monsieur Bouc agitó los brazos con cómica desesperación.
—Si a eso lo llama usted natural, mon ami...
Le faltaron las palabras.
Poirot, entretanto, había llamado a un empleado del comedor para que fuese a buscar a Antonio Foscarelli.
El corpulento italiano tenía al entrar una expresión de cansancio. Sus nerviosas miradas se pasearon de un lado a otro, como un animal atrapado.
—¿Qué desean ustedes? —preguntó—. ¡No tengo nada que decir..., nada absolutamente! Per Dio... —Sacudió un puñetazo sobre la mesa.
—Sí, tiene usted algo más que decirnos —replicó Poirot con firmeza— ¡La verdad!
—¿La verdad?
Disparó una mirada de zozobra a Poirot. Había desaparecido la campechana afabilidad de sus modales.
—Mais oui. Es posible que yo ya la sepa. Pero será un punto a su favor si sale de su boca espontáneamente.
—Habla usted como la policía norteamericana. «Canta claro», es lo que acostumbra a decir.
—¡Ah! ¿Tiene usted experiencia de lo que es la policía de Nueva York?
—Nunca pudo probar nada contra mí..., pero no fue por no intentarlo.
—Eso fue en el caso de Armstrong, ¿no es cierto? —preguntó Poirot— ¿Era usted el chófer?
Su mirada se encontró con la del italiano. Desapareció como por encanto la jactancia del corpulento individuo, cual si se tratase de un globo pinchado.
—Si lo sabe, ¿por qué me lo pregunta?
—¿Por qué mintió usted esta mañana?
—Por razones del negocio. Además, no confío en la policía yugoslava. Odia a los italianos. No me habría hecho justicia.
—¡Quizá fuese exactamente justicia lo que le habría hecho a usted!
—No, no; yo no tengo nada que ver con lo ocurrido anoche. No abandoné mi cabina un momento. El inglés puede decirlo. No fui yo quien mató a ese cerdo..., a Ratchett. No podrá probar nada contra mí.
Poirot escribió algo sobre una hoja de papel. Luego dijo tranquilamente:
—Muy bien. Puede usted retirarse.
Foscarelli no se decidió a hacerlo.
—¿Se da usted cuenta de que no fui yo quien..., de que no tengo nada que ver con este asunto? —insistió.
—He dicho que puede retirarse.
—Esto es una conspiración. ¿Quieren ustedes perderme? ¡Y todo por un cerdo que debió ir a la silla eléctrica! ¡Fue una infamia que lo absolviesen! Si hubiese sido yo... me habrían detenido y...
—Pero no fue usted. Usted no tuvo nada que ver con el secuestro de la chiquilla.
—¿Qué está usted diciendo? ¡Si aquella chiquilla era el encanto de la casa! Tonio, me llamaba. Y se metía en el coche y fingía manejar el volante. ¡Todos la adorábamos! Hasta la policía llegó a comprenderlo. ¡Oh, la pobre pequeña!
Se había suavizado su voz. Se le arrasaron los ojos de lágrimas. De pronto giró bruscamente y salió del coche comedor.
—¡Pietro! —llamó Poirot.
Acudió apresuradamente el empleado del coche comedor.
—Avise a la número diez..., a la señora sueca.
—Bien, monsieur.
—¿Otro? —exclamó monsieur Bouc—. ¡ Ah, no, no es posible! Le digo a usted que no es posible.
—Mon cher, tenemos que indagar. Aunque al final todos los viajeros prueben que tenían un motivo para matar a Ratchett, tenemos que averiguarlo. Y una vez que lo averigüemos, determinaremos de una vez para siempre quién es el culpable.
—La cabeza me da vueltas —gimió monsieur Bouc.
Greta Ohlsson llegó acompañada del empleado. Lloraba amargamente.
Se dejó caer en una silla frente a Poirot y se secó el llanto con un gran pañuelo.
—No se aflija usted, señorita; no se aflija usted —le dijo Poirot, palmeteándole un hombro—. Unas pocas palabras de verdad, eso es todo. ¿Era usted la niñera encargada de la pequeña Daisy Armstrong?
—Es cierto... es cierto —gimió la infeliz mujer—. ¡Oh, era un ángel... un verdadero ángel! No conocía otra cosa que la bondad y el amor... y nos la arrebató aquel malvado. ¡Pobre madre, que ya no volvió a ver más que su cuerpecillo destrozado! Ustedes no pueden comprender, porque no estuvieron allí como yo, porque no presenciaron la terrible tragedia, por qué no dije la verdad esta mañana. Pero tuve miedo..., miedo de comprometerme. ¡Tanta alegría me dio que el malvado hubiese muerto... que ya no pudiese torturar y asesinar a inocentes criaturas! ¡Ah, no puedo hablar..., no tengo palabras para...!
Poirot volvió a repetir sus palmaditas en el hombro.
—Vamos, vamos..., lo comprendo..., lo comprendo todo. No le haré más preguntas. Basta con que haya usted confesado la verdad.
Greta Ohlsson se puso en pie, entre inarticulados sollozos, y se dirigió a ciegas hacia la puerta. Al llegar a ella tropezó con un individuo que entraba. Era el criado: Masterman. Éste se dirigió directamente a Poirot y empezó a hablar con su acostumbrado tono frío e indiferente.
—Espero que no seré inoportuno, señor. Creí mejor venir en seguida y decirle la verdad. Fui asistente del coronel Armstrong durante la guerra y luego me convertí en criado suyo en Nueva York. Me temo que le ocultase a usted este hecho esta mañana, señor. Hice muy mal y por eso he creído conveniente venir a sincerarme. Pero espero, señor, que no sospechará usted de Tonio. El viejo Tonio no es capaz de hacer daño a una mosca. Y yo puedo jurar positivamente que no abandonó la cabina la noche pasada. Como ve, señor, Tonio no pudo hacerlo. Tonio es un extranjero, sí, pero muy honrado...
Se calló. Poirot le miró fijamente.
—¿Es eso lo que tiene usted que decir?
—Eso es todo, señor.
Calló, y como Poirot no habló, tras un pequeño titubeo, hizo una reverencia y abandonó el coche comedor del mismo modo silencioso e inesperado como había llegado.
—Esto —comentó el doctor Constantine— es más absurdo que ninguna de las muchas novelas policíacas que he leído.
—Opino lo mismo que usted —dijo monsieur Bouc—. De los doce viajeros de este coche, nueve han demostrado que tenían alguna relación con el caso Armstrong. ¿A quién llamamos ahora?
—Casi puedo darle la contestación a su pregunta —respondió Poirot— Aquí viene nuestro sabueso norteamericano mister Hardman.
—¿Vendrá también a confesar?
Antes de que Poirot pudiera contestar, el norteamericano llegó junto a la mesa y, sin más preámbulos, se sentó frente a ellos y empezó a hablar.
—Pero, ¿qué pasa en el tren? Parece una casa de locos.
Poirot le hizo un guiño y le preguntó de sopetón:
—¿Está usted completamente seguro, mister Hardman, de que no era usted el jardinero de la familia Armstrong?
—No tenían jardinero —contestó mister Hardman.
—¿O el mayordomo?
—No reúno condiciones para un puesto como éste. No, nunca tuve relación con la casa Armstrong... ¡pero empiezo a creer que soy el único viajero de este intrigante tren que no la tuvo!
—Es ciertamente, algo sorprendente —dijo Poirot con algo de ironía.
—C'est rigolo —intervino monsieur Bouc.
—¿Tiene usted algunas ideas propias sobre el crimen, mister Hardman? —inquirió Poirot.
—No, señor. Me confieso vencido. Todos los viajeros no pueden estar complicados, pero descubrir quién es el culpable es superior a mis fuerzas. Me gustaría saber cómo logró usted averiguar lo que sabe.
—Por simples conjeturas, amigo mío.
—Entonces hay que convenir que es usted un estupendo conjeturador. Se lo diré a todo el mundo.
Mister Hardman se retrepó en su asiento y miró a Poirot con admiración.
—Me perdonará usted —dijo—, pero nadie lo diría por su aspecto. Me descubro ante usted, me descubro.
—Es usted muy bondadoso, mister Hardman.
—Nada de eso. Le hago mera justicia.
—De todos modos —añadió Poirot—, el problema no está todavía resuelto. ¿Podemos decir con seguridad que sabemos quién mató a Ratchett?
—Exclúyame a mí —dijo mister Hardman—. Yo no sé nada de nada. Pero reboso admiración. Lo único que me extraña es que no mencione usted a las dos personas que faltan: la doncella y la anciana norteamericana. ¿Es que debemos suponer que son las únicas inocentes del tren?
—A menos —repuso sonriendo Poirot— que podamos acoplarlas a nuestra pequeña colección como ama de llaves y cocinera de la familia Armstrong.
—Bien, nada en el mundo me sorprendería ahora —dijo mister Hardman con tranquila resignación—. Repito que este tren es una casa de locos.
—¡Ah, mon cher, eso sería forzar demasiado las coincidencias! —objetó monsieur Bouc—. Todos los viajeros no pueden estar comprometidos.
Poirot se le quedó mirando.
—No me comprende usted —dijo—. No me comprende en absoluto. Dígame, ¿sabe quién mató a Ratchett?
—¿Y usted? —repitió el otro.
—Yo sí—contestó Poirot—. Hace tiempo que lo sé. Está tan claro que me maravilla que no lo haya usted visto también. —Miró a Hardman y le preguntó—: ¿Y usted?
El detective movió la cabeza y miró a Poirot con curiosidad.
—Yo tampoco —contestó—. No tengo la menor idea. ¿Quién de ellos fue?
Poirot guardó silencio un momento. Luego dijo:
—¿Será usted tan amable, mister Hardman, de reunirlos a todos aquí? Hay dos soluciones posibles del caso y quiero exponerlas ante todos ustedes.

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