VII Declaración del conde y la condesa Andrenyi

El conde y la condesa Andrenyi fueron llamados a continuación. No obstante, fue únicamente el conde quien se presentó en el coche comedor.
Visto de cerca, no había duda de que era un hombre arrogante. Medía un metro ochenta, por lo menos, con anchas espaldas y enjutas caderas. Iba vestido con un traje de magnífico corte inglés, y se le hubiera tomado por un hijo de la Gran Bretaña, de no haber sido por la longitud de su bigote y por cierta particularidad de la línea de sus pómulos.
—Bien, señores —dijo—, ¿en qué puedo servirles?
—Comprenderá usted, caballero —contestó Poirot—, que, en vista de lo sucedido, me veo obligado a hacer ciertas preguntas a todos los viajeros.
—Perfectamente, perfectamente —dijo el conde con amabilidad—. Me doy exacta cuenta de su situación. Pero mucho me temo que mi esposa y yo podamos ayudarle en poco. Estábamos dormidos y no oímos nada en absoluto.
—¿Está usted enterado de la identidad del muerto, señor?
—Tengo entendido que se trata de un norteamericano..., un individuo con un rostro decididamente desagradable. Se sentaba en aquella mesa a la hora de las comidas.
El conde indicó con un movimiento de cabeza la mesa.
—Sí, sí, no se equivoca usted, señor, pero yo le pregunto si conoce usted el nombre del individuo.
—No —El conde parecía completamente desconcertado por las preguntas de Poirot—. Si quiere usted saberlo —añadió— seguramente estará en su pasaporte.
—El nombre que figura en su pasaporte es Ratchett —repuso Poirot—. Pero ése no es su verdadero nombre. El verdadero es Cassetti, responsable de un famoso secuestro cometido en Estados Unidos.
Poirot observaba atentamente al conde mientras hablaba, pero éste no pareció afectarse por la sensacional noticia y se limitó a abrir un poco más los ojos.
—¡Ah! —dijo—. Ciertamente que el detalle no dejará de arrojar luz sobre el asunto. Extraordinario país, Estados Unidos.
—¿El señor conde ha estado quizás allí?
—Estuve un año en Washington.
—¿Conoció usted a la familia Armstrong?
—Armstrong... Armstrong... Es difícil recordar. Conoce uno a tanta gente...
Sonrió y se encogió de hombros.
—Pero volvamos al asunto que les interesa, caballeros —dijo—. ¿En qué otra cosa puedo servirles?
—¿A qué hora se retiró usted a descansar, señor conde?
Poirot lanzó una mirada de refilón a su plano. El conde y la condesa Andrenyi ocupaban las cabinas señaladas con los números doce y trece.
—Hicimos que nos prepararan la cama de uno de los dos compartimientos mientras estábamos en el coche comedor. Al volver nos sentamos un rato en el otro.
—¿En cuál?
—En el número trece. Jugamos a cientos. A eso de las once mi esposa se retiró a descansar. El encargado hizo mi cama también y me acosté. Dormí profundamente hasta la mañana.
—¿Se dio usted cuenta de la detención del tren?
—No me enteré hasta esta mañana.
—¿Y su esposa?
El conde sonrió.
—Mi esposa siempre toma un somnífero cuando viaja. Y anoche tomó su acostumbrada dosis de Trional.
Hizo una pausa.
—Siento no poder ayudarles de algún modo.
Poirot le pasó una hoja de papel y una pluma.
—Gracias, señor conde. Es una mera formalidad. ¿Tendrá usted la amabilidad de dejarme su nombre y dirección?
El conde los escribió lenta y cuidadosamente sin titubeos.
—Ha hecho usted bien en obligarme a que los escriba —dijo en tono humorístico—. La ortografía de mi país es un poco difícil para los que no están familiarizados con el idioma.
Entregó la hoja de papel a Poirot y se puso en pie.
—Considero completamente innecesario que mi esposa venga aquí —dijo—. No podría agregar gran cosa a lo dicho por mí.
Se avivó ligeramente la mirada de Poirot.
—Indudable, indudable —dijo—. Pero me agradará cambiar unas palabras con la señora condesa.
—Le aseguro a usted que es completamente innecesario.
Su voz adquirió un tono autoritario. Poirot sonrió amablemente.
—Será una mera formalidad —explicó—. Usted comprenderá que es necesario para mi informe.
—Como usted guste.
El conde cedió de mala gana. Hizo una pequeña reverencia y abandonó el salón.
Poirot echó mano a un pasaporte. Anotó los títulos y nombres del conde.
Acompañado por su esposa —decían los otros detalles—. Nombre de pila: Elena María. Apellido de soltera: Goldenberg. Edad: veinte años. Un funcionario descuidado había dejado caer una mancha de grasa en el documento.
—Un pasaporte diplomático —dijo monsieur Bouc—. Tenemos que llevar cuidado en no molestarles, amigo mío. Esta gente no puede tener nada que ver con el asesinato.
—Pierda cuidado, mon vieux; obraré con el tacto más exquisito. Es una mera formalidad.
Bajó la voz al entrar la condesa Andrenyi en el coche. Parecía tímida y extremadamente encantadora.
—¿Desean ustedes hablarme, caballeros?
—Una mera formalidad, señora condesa —dijo Poirot, levantándose galantemente e indicándole el asiento frente a él—. Es sólo para preguntarle si vio u oyó usted la noche pasada algo que pueda arrojar alguna luz sobre el asunto.
—Nada en absoluto, señor. Estuve dormida.
—¿No oyó usted, por ejemplo, un alboroto en el compartimiento inmediato al suyo? La señora norteamericana que lo ocupa tuvo un ataque de nervios y tocó el timbre, llamando insistentemente al encargado.
—No oí nada, señor. Había tomado un somnífero.
—¡Ah! Comprendo. Bien, no necesito detenerla más... Un momento —añadió apresuradamente al ver que ella se ponía en pie—. Estos datos de su nombre, edad y demás, ¿están bien?
—Completamente, señor.
—¿Tendrá usted la amabilidad de firmar esta nota a ese efecto? La condesa firmó rápidamente, con una graciosa letra: «Elena Andrenyi».
—¿Acompañó usted a su marido a Estados Unidos, madame?
—No, señor —sonrió ella, enrojeciendo ligeramente—. No estábamos casados entonces; llevamos casados solamente un año.
—Muchas gracias, madame. Una pregunta incidental: ¿fuma su marido?
—Sí.
—¿En pipa?
—No. Cigarrillos y cigarros.
—¡Ah! Gracias.
Ella se detuvo y sus ojos le observaron con curiosidad. Ojos adorables, de forma de almendra, con largas pestañas que rozaban la exquisita palidez de sus mejillas. Sus labios, pintados en color escarlata, a la moda extranjera, estaban ligeramente entreabiertos. Tenía una belleza exótica.
—¿Por qué pregunta eso?
—Los detectives hacemos toda clase de preguntas, señora —sonrió Poirot—. ¿Quiere usted decirme, por ejemplo, el color de su bata?
Ella se le quedó mirando. Luego se echó a reír.
—Es de gasa color marfil. ¿Es realmente importante?
—Importantísimo, señora.
—¿De verdad es usted un detective? —preguntó ella con curiosidad.
—A su servicio, señora.
—Yo creía que no teníamos detectives en el tren mientras pasábamos por Yugoslavia hasta... llegar a Italia.
—Yo no soy un detective yugoslavo, madame. Soy un detective internacional.
—¿Pertenece usted a la Sociedad de Naciones?
—Pertenezco al mundo, madame —contestó dramáticamente Poirot—. Trabajo principalmente en Londres. ¿Habla usted inglés? —preguntó en aquel idioma.
—Sí, un poco.
Su acento era encantador.
Poirot se inclinó de nuevo.
—No la detendremos a usted más, madame. Como usted ha visto, no ha sido tan terrible el interrogatorio.
Ella sonrió, inclinó la cabeza y echó a andar.
—Elle est une jolie femme —suspiró monsieur Bouc—. Pero no nos ha dicho gran cosa.
—No —convino Poirot—; son dos personas que no han visto ni oído nada.
—¿Llamamos ahora al italiano?
Poirot no contestó por el momento. Estaba observando una mancha de grasa en un pasaporte diplomático húngaro.

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