VII El cadáver

Seguido por el doctor Constantine, Poirot se dirigió al coche inmediato y al compartimiento del hombre que había sido asesinado. El empleado le abrió la puerta con su llave.
Entraron los dos hombres, y Poirot miró interrogativamente a su compañero.
—¿Han tocado algo en el compartimiento?
—No hemos tocado nada y no moví el cuerpo al examinarlo.
Lo primero que le llamó la atención fue el frío intensísimo que reinaba en el reducido compartimiento. El cristal de la ventanilla estaba bajado y levantada la cortina.
—¡Brrr! —se estremeció Poirot.
El otro sonrió comprensivamente.
—No quise cerrarla —dijo.
Poirot examinó cuidadosamente la ventanilla.
—Tenía usted razón —dijo—. Nadie abandonó el carruaje por aquí. Posiblemente, la ventanilla abierta estaba destinada a sugerir tal hecho, pero si es así, la nieve ha burlado el propósito del asesino.
Examinó cuidadosamente el marco de la ventana y, sacando una cajita del bolsillo, sopló un poco de polvo sobre ella.
—No hay huellas dactilares —dictaminó—. Pero aunque las hubiese, nos dirían muy poco. Serían de mister Ratchett o de su criado o del encargado. Los criminales no cometen torpezas de esta clase en estos tiempos. Podemos, pues, cerrar la ventana. Aquí hace un frío inaguantable.
Acompañó la acción a la palabra y luego desvió su atención por primera vez a la inmóvil figura tendida en la litera.
Ratchett yacía boca arriba. La chaqueta de su pijama salpicada de manchas negruzcas, había sido desabotonada y echada hacia atrás.
—Comprenderá usted que lo tuve que hacer para ver la naturaleza de las heridas —explicó el doctor.
Poirot asintió. Se inclinó sobre el cadáver. Finalmente, se incorporó con un ligero gesto de disgusto.
—No es nada agradable —dijo—. El asesino se ensañó de un modo repugnante. ¿Cuántas heridas contó usted?
—Doce. Una o dos pueden calificarse de erosiones nada más. Y tres de ellas son mortales de necesidad.
Algo en la manera de hablar del doctor llamó la atención de Poirot. Le miró fijamente. El griego contemplaba perplejo el cadáver.
—¿Qué encuentra usted de extraño?
—Lo ha adivinado usted —contestó el otro.
—¿De qué se trata?
—Vea usted estas heridas —dijo el doctor, señalándolas—. Son profundas; cada corte tuvo que interesar vasos sanguíneos y, sin embargo, los bordes no se abren. No han sangrado como cabía esperar.
—¿Y eso indica...?
—Que el hombre estaba ya muerto..., llevaba algún tiempo muerto cuando se las causaron. Pero esto es seguramente absurdo.
—Así parece —dijo Poirot pensativo—. A menos que nuestro asesino se figurase que no había ejecutado debidamente su tarea y volviese para terminarla. ¡Pero es manifiestamente absurdo! ¿Algo más?
—Solamente una cosa.
—¿Qué?
—Vea usted esta herida... bajo el brazo derecho... cerca del hombro. Tome usted este lápiz. ¿Podría usted descargar este golpe?
Poirot imitó el movimiento con la mano.
—Ya veo —repuso—. Con la mano derecha es excesivamente difícil..., casi imposible. Tendría uno que descargar el golpe del revés, como si dijéramos. En cambio, empleando la mano izquierda...
—Exactamente, monsieur Poirot. Es casi seguro que ese golpe fue causado con la mano izquierda.
—¿De manera que nuestro asesino es zurdo? Sería demasiado sencillo, ¿no le parece, doctor?
—Como usted diga, monsieur Poirot. Algunas de esas heridas han sido causadas, con toda evidencia, por una mano normal.
—Dos personas. Volvemos a la hipótesis de las dos personas —murmuró el detective—. ¿Estaba encendida la luz? —preguntó bruscamente.
—Es difícil saberlo. El encargado la apaga todas las mañanas a eso de las diez.
—Los conmutadores nos lo aclararán —dijo Poirot. Examinó la llave de la luz del techo y la perilla de la cabecera. La primera estaba abierta; la segunda, cerrada.
—Eh bien! —exclamó, pensativo—. Tenemos aquí una hipótesis del primero y segundo asesinos, como diría el gran Shakespeare. El primer asesino apuñaló a su víctima y abandonó la cabina, apagando la luz; el segundo asesino entró a oscuras, no vio que lo que se proponía ejecutar estaba ya hecho y apuñaló, por lo menos dos veces, el cuerpo del muerto. Que pensez vous de ça?
—¡Magnífico! —dijo el doctor con entusiasmo.
Los ojos del otro parpadearon.
—¿Lo cree usted así? Lo celebro. A mí me sonaba un poco a tontería.
—¿Qué otra explicación puede haber?
—Eso es precisamente lo que me pregunto. ¿Tenemos aquí una coincidencia o qué? ¿Hay algunas otras incongruencias que sugieran la intervención de dos personas?
—Creo que sí. Algunas de estas heridas, como ya he dicho, indican debilidad..., falta de fuerza o de decisión. Pero hay otras, como ésta... y ésta —señaló de nuevo— que indican fuerza y energía. Han penetrado hasta el hueso.
—¿Fueron hechas, en opinión suya, por un hombre?
—Es casi seguro.
—¿No pudieron ser hechas por una mujer?
—Una mujer joven y atlética podría haberlas hecho, especialmente si se sentía presa de una gran emoción; pero eso es, en mi opinión, altamente improbable.
Poirot guardó silencio un momento.
—¿Comprende usted mi punto de vista? —preguntó el otro con ansiedad.
—Perfectamente —contestó Poirot—. ¡El asunto empieza a aclararse algo! El asesino fue un hombre de gran fuerza; también pudo ser débil, pudo ser igualmente una mujer, o una persona zurda, o una ambidextra..., o una... ¡Ah! C'est rigolo tout ça!
Poirot hablaba con repentino nerviosismo.
—Y la víctima, ¿qué papel desempeñó en todo esto? ¿Qué hizo? ¿Gritó? ¿Luchó? ¿Se defendió?
Poirot introdujo la mano bajo la almohada y sacó la pistola automática que Ratchett le había enseñado el día anterior.
—Completamente cargada, como usted ve —observó.
Siguieron registrando. La ropa de calle de Ratchett colgaba de las perchas de una pared. En la pequeña mesa formada por la taza del lavabo había varios objetos; una dentadura postiza en un vaso de agua; otro vaso vacío; una botella de agua mineral; un frasco grande y un cenicero que contenía la punta de un cigarro y unos fragmentos de papel quemado, dos cerillas usadas...
El doctor cogió el vaso vacío y lo olfateó.
—Aquí está la explicación de la inactividad de la víctima —dijo.
—¿Narcotizado?
—Sí.
Poirot recogió las dos cerillas y las examinó cuidadosamente.
—Estas dos cerillas —dijo— son de diferente forma. Una es más plana que la otra. ¿Comprende?
—Son de la clase que venden en el tren —contestó el doctor.
Poirot palpó los bolsillos del traje de Ratchett y sacó de uno de ellos una caja de cerillas, que comparó cuidadosamente con las otras.
—La más redonda fue encendida por mister Ratchett —observó—. Veamos si tiene también de la otra clase.
Pero un nuevo registro de ropas no reveló la existencia de más cerillas.
Los ojos de Poirot asaetearon sin cesar el reducido compartimiento. Tenían el brillo y la vivacidad de los ojos de las aves. Daban la sensación de que nada podía escapar a su examen.
De pronto, se inclinó y recogió algo del suelo. Era un pequeño cuadrado de batista muy fina. En una esquina tenía bordada la inicial H.
—Un pañuelo de mujer —dijo el doctor—. Nuestro amigo el jefe de tren tenía razón. Hay una mujer complicada en este asunto.
—¡Y para que no haya duda, se deja el pañuelo! —replicó Poirot—. Exactamente como ocurre en los libros y en las películas. Además, para facilitarnos la tarea, está marcado con una inicial.
—¡Qué suerte hemos tenido! —exclamó el doctor.
—¿Verdad que sí? —dijo Poirot con ironía.
Su tono sorprendió al doctor, pero antes de que pudiera pedir alguna explicación, Poirot volvió a agacharse para recoger otra cosa del suelo.
Esta vez mostró en la palma de la mano... un limpiapipas.
—¿Será, quizá, propiedad de mister Ratchett? —sugirió el doctor.
—No encontré pipa alguna en su bolsillo, ni siquiera rastros de tabaco.
—Entonces es un indicio.
—¡Oh, sin duda! Y qué oportunamente lo dejó caer el criminal! ¡Observe usted que ahora el rastro es masculino! No podemos quejarnos de no tener pistas en este caso. Las hay en abundancia y de toda clase. A propósito, ¿qué ha hecho usted del arma?
—No encontré arma alguna. Debió llevársela el asesino.
—Me gustaría saber por qué —murmuró Poirot.
El doctor, que había estado explorando delicadamente los bolsillos del pijama del muerto, lanzó una exclamación:
—Se me pasó inadvertido —dijo—. Y eso que desabotoné la chaqueta y se la eché hacia atrás.
Sacó del bolsillo del pecho un reloj de oro. La caja estaba horrorosamente abollada y las manecillas señalaban la una y cuarto.
—¡Mire usted! —dijo Constantine—. Esto nos indica la hora del crimen. Está de acuerdo con mis cálculos. Entre la medianoche y las dos de la madrugada; es lo que dije, y probablemente hacia la una, aunque es difícil concretar en estos casos. Eh bien!, aquí está la confirmación. La una y cuarto. Ésta fue la hora del crimen.
—Es posible, sí. Es ciertamente posible —murmuró monsieur Poirot.
El doctor le miró con curiosidad.
—Usted me perdonará, monsieur Poirot, pero no acabo de comprenderle.
—Yo mismo no me comprendo —repuso Poirot—. No comprendo nada en absoluto y, como usted ve, me intriga en extremo.
Suspiró y se inclinó sobre la mesita para examinar el fragmento de papel carbonizado.
—Lo que yo necesitaría en este momento —murmuró como para sí— es una sombrerera de señora, y cuanto más antigua mejor.
El doctor Constantine quedó perplejo ante aquella singular observación. Pero Poirot no le dio tiempo para nuevas preguntas y, abriendo la puerta del pasillo, llamó al encargado. El hombre se apresuró a acudir.
—¿Cuántas mujeres hay en este coche? —le preguntó Poirot.
El encargado se puso a contar con los dedos.
—Una, dos, tres..., seis, señor. La anciana norteamericana, la dama sueca, la joven inglesa, la condesa Andrenyi y madame, la princesa Dragomiroff y su doncella.
Poirot reflexionó unos instantes.
—¿Tienen todas sus sombrereras?
—Sí, señor.
—Entonces tráigame..., espere..., sí, la de la dama sueca y la de la doncella. Les dirá usted que se trata de un trámite de aduana..., lo primero que se le ocurra.
—Nada más fácil, señor. Ninguna de las dos señoras está en su compartimiento en este instante.
—Dése prisa, entonces.
El encargado se alejó y volvió al poco rato con las dos sombrereras. Poirot abrió la de la dama sueca y lanzó un suspiro de satisfacción. Y tras retirar cuidadosamente los sombreros, descubrió una especie de armazón redonda hecha con tejido de alambre.
—Aquí tenemos lo que necesitamos. Hace unos quince años, las sombrereras eran todas como ésa. El sombrero se sujetaba por medio de un alfiler en esta armazón de tela metálica.
Mientras hablaba fue desprendiendo hábilmente dos de los trozos de alambre.
Luego volvió a cerrar la sombrerera y dijo al encargado que las devolviese a sus respectivas dueñas.
Cuando la puerta se cerró una vez más, volvió a dirigirse a su compañero.
—Vea usted, mi querido doctor, yo no confío mucho en el procedimiento de los expertos. Es la psicología lo que me interesa, no las huellas digitales, ni las cenizas de los cigarrillos. Pero en este caso aceptaré una pequeña ayuda científica. Este compartimiento está lleno de rastros, ¿pero podemos estar seguros de que son realmente lo que aparentan?
—No le comprendo a usted, monsieur Poirot.
—Bien. Voy a ponerle un ejemplo. Hemos encontrado un pañuelo de mujer. ¿Lo dejó caer una mujer? ¿O acaso fue un hombre quien cometió el crimen y se dijo: «Voy a hacer aparecer esto como si fuese un número innecesario de golpes, flojos muchos de ellos, y dejaré caer este pañuelo donde no tengan más remedio que encontrarlo»? Ésta es una posibilidad. Luego hay otra. ¿Lo mató una mujer y dejó caer deliberadamente un limpiapipas para que pareciese obra de un hombre? De otro modo, tendremos que suponer seriamente que dos personas..., un hombre y una mujer..., intervinieron aisladamente, que las dos personas fueron tan descuidadas que dejaron un rastro para probar su identidad. ¡Es una coincidencia demasiado extraña!
—Pero, ¿qué tiene que ver la sombrerera con todo esto? —preguntó el doctor, todavía intrigado.
—¡Ah! De eso trataremos ahora. Como iba diciendo, esos rastros, el reloj parado a la una y cuarto, el pañuelo, el limpiapipas, pueden ser verdaderos o pueden ser falsos. No puedo decirlo todavía. Pero hay aquí uno que creo —aunque quizá me equivoque— que no fue falsificado. Me refiero a la cerilla plana, señor doctor. Creo que esa cerilla fue utilizada por el asesino y no por mister Ratchett. Fue utilizada para quemar un documento comprometedor. Posiblemente una nota. Si es así, había algo en aquella nota, alguna equivocación, algún error, que dejaba una posible pista hacia el verdadero asesino. Voy a intentar resucitar lo que era ese algo.
Abandonó el compartimiento y regresó unos momentos después con un pequeño mechero de alcohol y un par de tenacillas.
—Las utilizo para el bigote —dijo refiriéndose a las últimas.
El doctor le observaba con gran interés. Aplanó los trozos de tela metálica y colocó cuidadosamente el fragmento de papel carbonizado sobre uno de ellos. Luego lo cubrió con el otro trozo y, sujetándolo todo con las tenacillas, lo expuso a la llama del mechero.
—Veremos lo que resulta —dijo sin volver la cabeza.
El doctor observaba atentamente sus manipulaciones. El metal empezó a ponerse incandescente. De pronto, vio débiles indicios de letras. Las palabras fueron formándose lentamente..., palabras de fuego.
Era un trozo de papel muy pequeño. Sólo cabían en él cinco palabras y parte de otra:

...cuerda a la pequeña Daisy Armstrong.

—¡Ah! —exclamó Poirot.
—¿Le dice a usted algo? —preguntó el doctor con curiosidad.
A Poirot le brillaban los ojos. Dejó cuidadosamente las tenacillas sobre la mesa.
—Sí —dijo—. Sé el verdadero nombre del muerto. Sé por qué tuvo que abandonar los Estados Unidos.
—¿Cómo se llamaba?
—Cassetti.
—Cassetti —Constantine frunció el entrecejo—. Me recuerda algo. Hace años. No puedo concretar... Fue un caso que sucedió en ese país, ¿no es cierto?
Poirot no quiso dar más detalles sobre el asunto. Miró a su alrededor y prosiguió:
—Luego hablaremos de eso. Asegurémonos primero de que hemos visto todo lo que hay aquí.
Rápida y diestramente registró una vez más los bolsillos de las ropas del muerto, pero no encontró nada de interés. Luego empujó la puerta de comunicación con el compartimiento inmediato, pero estaba cerrado por el otro lado.
—Hay una cosa que no comprendo —dijo el doctor Constantine—. Si el asesino no escapó por la ventana, y si esta puerta de comunicación estaba cerrada por el otro lado, y si la puerta que da al pasillo no sólo estaba cerrada, sino que tenía echada la cadena, ¿cómo abandonó el criminal el compartimiento?
—Eso es lo que dicen los espectadores cuando meten a una persona atada de pies y manos en un armario... y desaparece.
—No comprendo...
—Quiero decir —explicó Poirot— que si el asesino se propuso hacernos creer que había escapado por la ventana, tenía naturalmente que hacer parecer que las otras dos salidas eran imposibles. Como ve, es un truco... como el de la persona que desaparece en un armario. Nuestra misión es, pues, descubrir cómo se hizo ese truco.
Poirot cerró la puerta de comunicación por el lado del compartimiento en que se encontraban.
—Por si a la excelente mistress Hubbard —dijo— se le antoja meter la nariz para buscar detalles.
Miró a su alrededor una vez más.
—No hay nada más que hacer aquí, me parece. Vayamos a reunimos con monsieur Bouc.

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