III Declaración del criado

Siguió al norteamericano el pálido inglés de rostro inexpresivo a quien Poirot había visto el día antes. Se mantuvo en pie correctamente. Poirot le hizo una seña para que tomase asiento.
—¿Es usted, según tengo entendido, el criado de mister Ratchett?
—Sí, señor.
—¿Su nombre?
—Edward Henry Masterman.
—¿Edad?
—Treinta y nueve años.
—¿Domicilio?
—Veinticinco, Friar Street, Clerkenwell.
—¿Está usted enterado de que su amo ha sido asesinado?
—Sí, señor. Aún no me he repuesto de la impresión.
—¿A qué hora vio usted por última vez a mister Ratchett?
El criado trató de recordar.
—Debió de ser a eso de las nueve de la pasada noche. Quizás un poco después.
—Dígame exactamente lo que sucedió.
—Entré en la cabina de mister Ratchett, como de costumbre, y le atendí en lo que necesitó.
—¿Cuáles eran sus obligaciones, concretamente?
—Doblar y colgar sus ropas, poner en agua su dentadura y cuidar de que tuviese a su alcance todo lo que pudiera necesitar durante la noche.
—¿Observó usted en su señor el humor de costumbre?
El criado reflexionó un momento.
—Me pareció que estaba un poco nervioso.
—¿Por qué causa?
—Por una carta que había estado leyendo. Me preguntó si había sido yo quien la había puesto en su mesa. Le contesté que no, pero él me amenazó y empezó a encontrar defectos a todo lo que hice.
—¿Era eso desacostumbrado?
—¡Oh, no, señor! Se alteraba fácilmente... Su humor dependía de cualquier detalle.
—¿Tomaba alguna vez drogas para dormirse?
El doctor Constantine se inclinó hacia delante con avidez.
—Siempre que viajábamos en tren. Decía no poder dormir de otro modo.
—¿Sabe usted la droga que tenía costumbre de tomar?
—No estoy seguro, señor. El frasco no tenía marca. Decía solamente así: «Somnífero para tomar al tiempo de acostarse».
—¿Lo tomó la pasada noche?
—Sí, señor. Yo lo eché en un vaso y se lo puse sobre la mesilla para que lo tomase.
—Pero ¿se lo vio usted beber?
—No, señor.
—¿Qué sucedió después?
—Le pregunté si deseaba algo más y a qué hora debía despertarle por la mañana, y contestó que no le molestase hasta que llamase él.
—¿Era eso normal?
—Completamente, señor. Acostumbraba a tocar el timbre llamando al encargado, y luego le enviaba a buscarme cuando iba a levantarse.
—¿Tenía costumbre de levantarse temprano o tarde?
—Eso dependía de su humor, señor. A veces se levantaba a desayunar, otras no abandonaba la cama hasta la hora de comer.
—¿Así que usted no se alarmó cuando vio que avanzaba la mañana y no llamaba su amo?
—No, señor.
—¿Sabía usted que su amo tenía enemigos?
—Sí, señor.
El hombre hablaba sin revelar la menor emoción.
—¿Cómo lo sabía usted?
—Le oí hablar de ciertas cartas con mister MacQueen.
—¿Sentía usted afecto por su amo, Masterman? El rostro de Masterman se volvió más inexpresivo, si es posible, que de ordinario.
—No me gusta hablar de eso, señor. Era un amo muy generoso.
—Pero usted no le quería.
—Pongamos que no me agradan mucho los norteamericanos, señor.
—¿Ha estado alguna vez en Estados Unidos?
—No, señor.
—¿Recuerda haber leído en los periódicos el caso del secuestro de Armstrong?
Las mejillas del criado se colorearon ligeramente.
—Sí, señor. Secuestraron una niñita, ¿verdad? Fue un caso sensacional.
—¿Sabía usted que su patrón, mister Ratchett, era el principal instigador de aquel suceso?
—Naturalmente que no, señor —El tono del criado se hizo por primera vez más cálido y apasionado—. Apenas puedo creerlo.
—No obstante es cierto. Pasemos ahora a sus movimientos de la última noche. Es cuestión de rutina, como usted comprenderá. ¿Qué hizo usted después de dejar a su amo acostado?
—Fui a avisar a mister MacQueen de que el señor le necesitaba. Luego entré en mi compartimiento y me puse a leer.
—¿Su compartimiento es...?
—El último de la segunda clase, señor. El que está junto al coche comedor.
Poirot consultó su plano.
—Sí, ya veo. ¿Y qué litera tiene usted?
—La de abajo, señor.
—¿La número cuatro?
—Sí, señor.
—¿Hay alguien más con usted?
—Sí, señor. Un individuo italiano.
—¿Habla inglés?
—Bueno, cierta clase de inglés —El tono del criado se hizo despectivo—. Ha estado en Estados Unidos..., en Chicago, según tengo entendido.
—¿Habla usted mucho con él?
—No, señor. Prefiero leer.
Poirot sonrió. Se imaginaba la escena entre el corpulento italiano y el remilgado criado.
—¿Puedo preguntarle lo que está usted leyendo?
—En la actualidad leo La cautiva del amor, de mistress Rebecca Richardson.
—¿Una bonita novela?
—Yo la encuentro admirable.
—Bien, continuemos. Regresó usted a su compartimiento y se puso a leer La cautiva del amor. ¿Hasta qué hora?
—Hasta las diez y media, señor. El italiano quería acostarse. Entró el encargado y nos hizo las camas.
—Y entonces, ¿se acostó usted y se durmió?
—Me acosté, señor, pero no me dormí.
—¿Por qué no se durmió?
—Tenía dolor de muelas, señor.
—Oh, la, la... Eso hace sufrir mucho.
—Muchísimo, señor.
—¿Hizo usted algo para calmarlo?
—Me apliqué un poco de aceite de clavo y se me alivió el dolor, pero sin embargo no pude conciliar el sueño. Entonces encendí la luz de la cabecera y continué leyendo para distraer la imaginación, por decirlo así.
—¿Y no logró usted dormir nada en absoluto?
—Sí, señor. A eso de las cuatro de la madrugada me quedé dormido.
—¿Y su compañero?
—¿El italiano? ¡Oh! ¡Ése roncó a placer!
—¿No abandonó el compartimiento durante la noche?
—No, señor.
—¿Y usted?
—Tampoco.
—¿Oyó usted algo durante la noche?
—Nada en absoluto. Al menos nada desacostumbrado. Como el tren estaba parado, todo estaba en silencio.
Poirot reflexionó unos momentos y añadió:
—Bien, poco más tenemos que hablar. ¿No puede usted arrojar alguna luz sobre la tragedia?
—Me temo que no. Lo siento, señor.
—¿No sabe usted si había alguna mala inteligencia entre su amo y mister MacQueen?
—¡Oh, no, señor! Mister MacQueen es un caballero muy amable.
—¿Dónde prestó usted sus servicios antes de entrar al de mister Ratchett?
—Con sir Henry Tomlison, en Grosvenor Square.
—¿Por qué le abandonó usted?
—Se marchó al África Oriental y no necesitaba mis servicios. Pero estoy seguro de que informará bien de mí, señor. Estuve con él algunos años.
—¿Y con mister Ratchett?
—Poco más de nueve meses.
—Gracias, Masterman. Una última pregunta. ¿Fuma usted en pipa?
—No, señor. Sólo cigarrillos... y de los fuertes.
—Gracias. Nada más por ahora.
Poirot le despidió con un gesto. El criado titubeó un momento.
—Usted me disculpará, señor, pero la dama norteamericana se encuentra en un estado de nervios terrible. Anda diciendo que sabe todo lo relacionado con el asesinato.
—En ese caso —dijo Poirot sonriendo— tendremos que recibirla en seguida.
—¿Quiere que la llame, señor? No hace más que preguntar por alguien que tenga autoridad aquí. El encargado está tratando de calmarla.
—Envíenosla, amigo mío —dijo Poirot—. Escucharemos su historia.

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