IX Poirot propone dos soluciones

Los viajeros fueron llegando al coche comedor y tomaron asiento en torno a las mesas. Unos más y otros menos tenían la misma expresión: una mezcla de expectación y temor. La señora sueca gimoteaba y mistress Hubbard la consolaba.
—Debe usted tranquilizarse, querida. Todo marchará bien. No hay que perder la serenidad. Si uno de nosotros es un miserable asesino, todos sabemos perfectamente bien que no es usted. Se necesitaría estar loco para pensar siquiera en tal cosa. Siéntese aquí y estése tranquila.
Su voz se extinguió al ponerse Poirot en pie.
El encargado del coche cama se detuvo en la puerta.
—¿Permite usted que me quede, señor?
—Ciertamente, Michel.
Poirot se aclaró la garganta.
—Messieurs et mesdames: Hablaré en inglés, puesto que creo que todos ustedes lo entienden. Estamos aquí para investigar la muerte de Samuel Edward Ratchett..., alias Cassetti. Hay dos posibles soluciones para el crimen. Las expondré ante todos, y preguntaré al doctor Constantine y a monsieur Bouc, aquí presentes, cuál de las dos es la verdadera.
»Todos ustedes conocen los hechos. Mister Ratchett fue encontrado muerto a puñaladas esta mañana. La última vez que se le vio fue anoche a las doce treinta y siete, en que habló con el encargado del coche cama a través de la puerta. Un reloj encontrado en su pijama estaba abollado y marcaba la una y cuarto. El doctor Constantine, que examinó el cadáver, fija la hora de la muerte entre la medianoche y las dos de la madrugada. Media hora después de la medianoche, como todos ustedes saben, se detuvo el tren a consecuencia de un alud de nieve. A partir de ese momento fue imposible que alguien abandonase el tren.
»El testimonio de mister Hardman, miembro de una agencia de detectives de Nueva York —varias cabezas se volvieron para mirar a mister Hardman— demuestra que nadie pudo pasar por delante de su compartimiento (número dieciséis, al final del pasillo), sin ser visto por él. Nos vemos, por tanto, obligados a admitir la conclusión de que el asesino tiene que encontrarse entre los ocupantes de un determinado coche... el Estambul-Calais. Pero expondré a ustedes una hipótesis alternativa. Es muy sencilla. Mister Ratchett tenía un cierto enemigo a quien temía. Dio a mister Hardman su descripción y le dijo que el atentado, de efectuarse, se realizaría con toda probabilidad, en la segunda noche de viaje.
»Pero tengan en cuenta, señoras y caballeros, que mister Ratchett sabía bastante más de lo que dijo. El enemigo, como mister Ratchett esperaba, subió al tren en Belgrado, o posiblemente en Vincovci, por la puerta que dejaron abierta el coronel Arbuthnot y mister MacQueen, cuando bajaron al andén. Iba provisto de un uniforme de empleado de coche cama, que llevaba sobre su traje ordinario, y de una llave maestra que le permitió el acceso al compartimiento de mister Ratchett a pesar de estar cerrada la puerta. Mister Ratchett estaba bajo la influencia de un somnífero. Aquel hombre apuñaló a su víctima con gran ferocidad y abandonó la cabina por la puerta de comunicación con el compartimiento de mistress Hubbard.
—Así fue —dijo mistress Hubbard con enérgicos movimientos de cabeza.
—Al pasar —continuó diciendo Poirot— arrojó la daga en la esponjera de mistress Hubbard. Sin darse cuenta, perdió un botón de su chaqueta. Después salió al pasillo, metió apresuradamente el uniforme en una maleta que encontró en un compartimiento momentáneamente desocupado, y unos instantes más tarde, vestido con sus ropas ordinarias, abandonó el tren poco antes de ponerse en marcha. Para bajar utilizó el mismo camino que antes: la puerta próxima al coche comedor.
Todo el mundo ahogó un suspiro.
—¿Qué hay de aquel reloj? —preguntó mister Hardman.
—Ahí va la explicación: mister Ratchett omitió retrasar el reloj una hora, como debió haberlo hecho en Tzaribrood. Su reloj marcaba todavía la hora de Europa oriental, que está una hora adelantada con respecto a la Europa central. Eran las doce y cuarto cuando mister Ratchett fue apuñalado..., no la una y cuarto.
—Pero esa explicación es absurda —exclamó monsieur Bouc—. ¿Qué nos dice de la voz que habló desde la cabina a la una y veintitrés minutos? ¿Fue la voz de Ratchett o la de su asesino?
—No necesariamente. Pudo ser una tercera persona. Alguien que entró a hablar con Ratchett y lo encontró muerto. Tocó entonces el timbre para que acudiese el encargado, pero después tuvo miedo de que se le acusase del crimen y habló fingiendo que era Ratchett.
—C'est possible —admitió monsieur Bouc de mala gana.
Poirot miró a mistress Hubbard.
—¿Qué iba usted a decir, madame?
—Pues... no lo sé exactamente. ¿Cree usted que yo también olvidé retrasar mi reloj?
—No, madame. Creo que oyó usted pasar al individuo..., pero inconscientemente; más tarde tuvo usted la pesadilla de que había un hombre en su cabina y se despertó sobresaltada y tocó el timbre para llamar al encargado.
La princesa Dragomiroff miraba a Poirot con un gesto de ironía.
—¿Cómo explica usted la declaración de mi doncella, señor? —preguntó.
—Muy sencillamente, madame. Su doncella reconoció como propiedad de usted el pañuelo que le enseñé. Y, aunque un poco torpemente, trató de disculparla. Luego tropezó con el asesino, pero más temprano, cuando el tren estaba en la estación de Vincovci, y fingió haberle visto una hora más tarde, con la vaga idea de proporcionarle a usted una coartada a prueba de bombas.
La princesa inclinó la cabeza.
—Ha pensado usted en todo, señor. Le admiro.
Reinó el silencio. De pronto, un puñetazo que el doctor Constantine descargó sobre la mesa sobresaltó a todos.
—¡No, no y no! —exclamó—. Ésa es una explicación que no resiste el menor análisis. El crimen no fue cometido así... y monsieur Poirot tiene que saberlo perfectamente.
Poirot le lanzó una significativa mirada.
—Creo —dijo— que tendré que darle mi segunda solución. Pero no abandone ésta demasiado bruscamente. Quizás esté de acuerdo con ella un poco más tarde.
Volvió a enfrentarse con los otros:
—Hay otra posible solución del crimen. He aquí cómo llegué a ella:
»Una vez que hube escuchado todas las declaraciones, me recosté, cerré los ojos y me puse a pensar. Se me presentaron ciertos puntos como dignos de atención. Enumeré esos puntos a mis dos colegas. Algunos los he aclarado ya, entre ellos una mancha de grasa en un pasaporte, etcétera. Recordaré ligeramente los demás. El primero y más importante es una observación que me hizo monsieur Bouc en el coche comedor, durante la comida, al día siguiente de nuestra salida de Estambul. En aquella observación me hizo notar que el aspecto del comedor era interesante, porque estaban reunidas en él todas las nacionalidades y clases sociales.
»Me mostré de acuerdo con él, pero cuando este detalle particular volvió a mi imaginación, me pregunté si tal mezcolanza habría sido posible en otras condiciones. Y me contesté... sólo en los Estados Unidos. En los Estados Unidos puede haber un hogar familiar compuesto por diversas nacionalidades: un chófer italiano, una institutriz inglesa, una niñera sueca, una doncella francesa, y así sucesivamente. Esto me condujo a mi sistema de «conjeturar»..., es decir, que atribuí a cada persona un determinado papel en el drama Armstrong, como un director a los actores de su compañía. Esto me dio un resultado extremadamente interesante, satisfactorio y con visos de realidad.
»Examiné también en mi imaginación la declaración de cada uno de ustedes y llegué a curiosas deducciones. Recordaré en primer lugar la declaración de monsieur MacQueen. En mi primera entrevista con él no hubo nada de particular. Pero en la segunda me hizo una extraña observación. Le había hablado yo del hallazgo de una nota en que se mencionaba el caso Armstrong y él me contestó: «Pero si debía...»; pero hizo una pausa y continuó: «Quiero decir que seguramente fue un descuido del viejo».
»En seguida me di cuenta de que aquello no era lo que había empezado a decir. Supongamos que lo que quiso decir fuese: «¡Pero si debió quemarse!». En este caso, MacQueen conocía la existencia de la nota y su destrucción. En otras palabras, era el asesino verdaderamente o un cómplice del asesino.
»Vamos ahora con el criado. Dijo que su amo tenía la costumbre de tomar un somnífero cuando viajaba en tren. Eso podía ser verdad, ¿pero se explica que lo tomase Ratchett anoche? La pistola automática guardada bajo su almohada desmiente esa afirmación. Ratchett se proponía estar alerta la pasada noche. Cualquiera que fuese el narcótico que se le administrara, tuvo que hacerse sin su conocimiento. ¿Por quién? Evidentemente, sin lugar a ninguna duda, por MacQueen o el criado.
»Llegamos ahora al testimonio de mister Hardman. Yo creí todo lo que dijo acerca de su identidad, pero cuando habló de los métodos que había empleado para cuidar a mister Ratchett, su historia me pareció absurda. El único medio eficaz de proteger a mister Ratchett habría sido pasar la noche en su compartimiento o en algún sitio desde donde pudiera vigilar la puerta. La única cosa que su declaración mostró claramente fue que ninguno de los viajeros de aquella parte del tren podía posiblemente haber asesinado a Ratchett. Ello trazaba un claro círculo en torno al coche Estambul-Calais, y como me pareció un hecho algo extraño e inexplicable, tomé nota de él para volverlo a examinar.
»Todos ustedes estarán probablemente enterados a estas horas de las palabras que sorprendí entre miss Debenham y el coronel Arbuthnot. Lo que más atrajo mi atención fue que el coronel la llamase Mary y que te tratase en términos de clara intimidad. Pero el coronel tenía que aparentar que la había conocido solamente unos días antes... y yo conozco a los ingleses del tipo del coronel. Aunque se hubiese enamorado de la joven a primera vista, habría avanzado lentamente y con decoro, sin precipitar las cosas. Por tanto, deduje que el coronel Arbuthnot y miss Debenham se conocían en realidad muy bien y fingían, por alguna razón, ser extraños. Otro pequeño detalle fue su fácil familiaridad con el término «larga distancia» aplicado a una llamada telefónica. Sin embargo, miss Debenham me había dicho que no había estado nunca en los Estados Unidos, donde tan corriente es aquella expresión.
»Pasemos a otro testigo. Mistress Hubbard nos había dicho que, tendida en la cama, no podía ver si la puerta de comunicación tenía o no echado el cerrojo, y por eso rogó a miss Ohlsson que lo mirase. Ahora bien, aunque su afirmación hubiese sido perfectamente cierta de haber ocupado uno de los compartimientos número dos, cuatro, doce o algún número par... donde el cerrojo está directamente colocado bajo el tirador de la puerta..., en los números impares, tales como el compartimiento número tres, el cerrojo está muy por encima del tirador y, por lo tanto, no podía haber sido tapado por la esponjera. Me vi, pues, obligado a llegar a la conclusión de que mistress Hubbard había inventado un incidente que jamás había ocurrido.
»Y permítame que diga ahora algunas palabras acerca del tiempo. A mi parecer, el punto realmente interesante sobre el reloj abollado fue el sitio en que lo encontramos: en un bolsillo del pijama de Ratchett, lugar incómodo y absurdo para guardar un reloj, especialmente cuando existe un gancho para colgarlo a la cabecera de la cama. Me sentí, por tanto, seguro de que el reloj había sido colocado deliberadamente en el bolsillo, y de que el crimen, por consiguiente, no se había cometido a la una y cuarto como todo daba a entender.
»¿Se cometió entonces más temprano? ¿A la una menos veintitrés minutos, para ser más exacto? Mi amigo monsieur Bouc avanzó como argumento en favor de tal hipótesis el grito que me despertó. Pero si Ratchett estaba fuertemente narcotizado, no pudo gritar. Si hubiese sido capaz de gritar, lo habría sido igualmente para intentar defenderse, y no había indicios de que se hubiese producido lucha alguna.
»Recordé que MacQueen me había llamado la atención... no una, sino dos veces (y la segunda de un modo ostensible)... sobre el hecho de que Ratchett no sabía hablar francés. ¡Llegué entonces a la conclusión de que todo lo sucedido entre la una y la una menos veintitrés minutos había sido una comedia representada en mi honor! Cualquiera podría haber comprendido lo del reloj; es un truco muy común en las historias de detectives. Con él se pretendía que yo fuese víctima de mi propia perspicacia y que llegase a suponer que, puesto que Ratchett no hablaba francés, la voz que oí a la una menos veintitrés minutos no podía ser la suya ya que tenía que estar muerto. Pero estoy seguro de que a la una menos veintitrés minutos Ratchett vivía todavía y dormía en su soporífero sueño.
»¡Pero el truco dio resultado! Abrí mi puerta y me asomé. Oí realmente la frase francesa utilizada. Por si yo fuese tan increíblemente torpe que no comprendiese el significado de esa frase, alguien se encargó de llamarme la atención. Mister MacQueen lo hizo abiertamente: «Perdóneme, monsieur Poirot —me dijo—, no pudo ser mister Ratchett quien habló; no sabe hablar francés».
»Veamos cuál fue la verdadera hora del crimen y quién mató a mister Ratchett.
»En mi opinión, y esto es solamente una opinión, mister Ratchett fue muerto en un momento muy próximo a las dos, hora máxima que el doctor nos da como posible.
»En cuanto a quien le mató...
Hizo una pausa, mirando a su auditorio. No podía quejarse de falta de atención. Todas las miradas estaban fijas en él. Tal era el silencio que podría haberse oído caer un alfiler.
Poirot prosiguió lentamente:
—Me llamó la atención particularmente la extraordinaria dificultad de probar algo contra cualquiera de los viajeros del tren y la curiosa coincidencia de que cada declaración proporcionaba la coartada a uno determinado... Así, mister MacQueen y el coronel Arbuthnot se proporcionaron coartadas uno a otro... ¡y se trataba de dos personas entre las que parecía muy improbable que hubiese existido anteriormente alguna amistad! Lo mismo ocurrió con el criado inglés y el viajero italiano, con la señora sueca y con la joven inglesa. Yo me dije: «¡Esto es extraordinario..., no pueden estar todos de acuerdo!».
»Y entonces, señores, vi todo claro. ¡Todos estaban de acuerdo, efectivamente! Una coincidencia de tantas personas relacionadas con el caso Armstrong viajando en el mismo tren era, no solamente improbable, era imposible. No podía ser una casualidad, sino un designio. Recuerdo una observación del coronel Arbuthnot acerca del juicio por jurados. Un jurado se compone de doce personas... Había doce viajeros... y Ratchett fue apuñalado doce veces. El detalle que siempre me preocupó, la extraordinaria afluencia de viajeros en el coche Estambul-Calais en una época tan intempestiva del año, quedaba explicado.
»Ratchett había escapado a la justicia en Estados Unidos. No había duda de su culpabilidad. Me imaginé un jurado de doce personas nombrado por ellas mismas, que le condenaron a muerte y se vieron obligadas por las exigencias del caso a ser sus propios ejecutores. E inmediatamente, basado en tal suposición, todo el asunto resultó de una claridad meridiana.
»Lo vi como un mosaico perfecto en el que cada persona desempeñaba la parte asignada. Estaba de tal modo dispuesto, que si sospechaba de una de ellas, el testimonio de una o más de las otras salvaría al acusado y demostraría la falsedad de la sospecha. La declaración de Hardman era necesaria para, en el caso de que algún extraño fuese sospechoso del crimen, poder proporcionarle una coartada. Los viajeros del coche de Estambul no corrían peligro alguno. Hasta el menor detalle fue revisado de antemano. Todo el asunto era un rompecabezas tan hábilmente planeado, de tal modo dispuesto, que cualquier nueva pieza que saliese a la luz haría la solución del conjunto más difícil. Como mi amigo monsieur Bouc observó, el caso parecía prácticamente imposible. Ésa era exactamente la impresión que se intentó producir.
»¿Lo explica todo esta solución? Sí, lo explica. La naturaleza de las heridas... infligidas cada una por una persona diferente. Las falsas cartas amenazadoras... falsas, puesto que eran irreales, escritas solamente para ser presentadas como pruebas. (Indudablemente hubo cartas verdaderas, advirtiendo a Ratchett de su muerte, que MacQueen destruyó, sustituyéndolas por las otras.) La historia de Hardman de haber sido llamado por Ratchett..., mentira todo desde el principio hasta el fin...; la descripción del mítico «hombre bajo y moreno con voz afeminada», descripción conveniente, puesto que tenía el mérito de no acusar a ninguno de los verdaderos encargados del coche cama, y podía aplicarse igualmente a un hombre que a una mujer.
»La idea de matar a puñaladas es, a primera vista, curiosa, pero si se reflexiona, nada se acomodaba a las circunstancias tan bien. Una daga era un arma que podía ser utilizada por cualquiera, débil o fuerte, y que no hacía ruido. Me imagino, aunque quizá me equivoque, que cada persona entró por turno en el compartimiento de mister Ratchett, que se hallaba a oscuras, a través del de mistress Hubbard, ¡y descargó su golpe! De este modo ninguna persona sabrá jamás quién le mató verdaderamente.
»La carta final, que Ratchett encontró probablemente sobre su almohada, fue cuidadosamente quemada. Sin ningún indicio que insinuase el caso Armstrong, no había absolutamente razón alguna para sospechar de ninguno de los viajeros del tren. Se atribuía el crimen a un extraño, y el «hombre bajo y moreno de voz afeminada» habría sido realmente visto por uno o más de los viajeros que abandonarían el tren en Brod.
»No sé exactamente lo que sucedió cuando los conspiradores descubrieron que parte de su plan era imposible, debido al accidente de la nieve. Hubo, me imagino, una apresurada consulta y en ella se decidió seguir adelante. Era cierto que ahora todos y cada uno de los viajeros podrían resultar sospechosos, pero esa posibilidad ya había sido prevista y remediada. Lo único que había que hacer era procurar aumentar la confusión. Para ello se dejaron caer en el compartimiento del muerto dos pistas: una que acusaba al coronel Arbuthnot (que tenía la coartada más firme y cuya relación con la familia Armstrong era probablemente la más difícil de probar), y otro, el pañuelo que acusaba a la princesa Dragomiroff, quien, en virtud de su posición social, su particular debilidad física y su coartada, atestiguada por la doncella y el encargado, se encontraba prácticamente en una situación inexpugnable. Y para embrollar más el asunto se puso un nuevo obstáculo: la mítica mujer del quimono escarlata. Yo mismo tenía que ser testigo de la existencia de esa mujer. Alguien descargó un fuerte golpe en mi puerta. Me levanté y asomé al pasillo... y vi que el quimono escarlata desaparecía a lo lejos. Una acertada selección de personas... el encargado, miss Debenham y MacQueen..., también la habían visto. Alguien colocó después el quimono en mi maleta mientras yo realizaba mis interrogatorios en el coche comedor. No sé de dónde pudo venir la prenda. Sospecho que era propiedad de la condesa Andrenyi, puesto que su equipaje contenía solamente una bata muy vaporosa, más apropiada para tomar el té que para mostrarse en público.
»Cuando MacQueen se enteró de que la carta por él tan cuidadosamente quemada había escapado en parte a la destrucción, y que la palabra Armstrong era una de las que habían quedado, debió comunicárselo inmediatamente a los otros. Fue en este momento cuando la situación de la condesa Andrenyi se hizo crítica, y su marido se dispuso inmediatamente a alterar el pasaporte. ¡Pero tuvieron mala suerte por segunda vez!
»Todos y cada uno se pusieron de acuerdo para negar toda relación con la familia Armstrong. Sabían que yo no tenía medios inmediatos para descubrir la verdad, y no creían que profundizara en el asunto, a menos que se despertasen mis sospechas sobre determinada persona.
»Hay ahora otro punto más que considerar. Admitiendo que mi hipótesis del crimen es la correcta, y yo entiendo que tiene que serlo... el mismo encargado del coche cama tenía que adherirse al complot. Pero si es así, tenemos trece personas, no doce. En lugar de la acostumbrada fórmula: «de tantas personas una es culpable», me vi enfrentado con el problema de que, entre trece personas, una y sólo una era inocente. ¿Quién?
»Llegué a una extraña conclusión: La de que la persona que no había tomado parte en el crimen era la que con mayor probabilidad lo hubiera cometido. Me refiero a la condesa Andrenyi. Me impresionó la ansiedad de su esposo cuando me juró solemnemente por su honor que su esposa no abandonó su cabina aquella noche. Decidí entonces que el conde Andrenyi había ocupado, por decirlo así, el puesto de su mujer.
»Admitido esto, Pierre Michel era definitivamente uno de los doce. ¿Pero cómo explicar su complicidad? Era un hombre honrado, que llevaba muchos años al servicio de la Compañía..., no uno de esos hombres que pueden ser sobornados para ayudar a la comisión de un delito. Luego Pierre Michel tenía que estar también relacionado con el caso Armstrong. Pero eso parecía muy improbable. Entonces recordé que la niñera que se suicidó era francesa y, suponiendo que la desgraciada muchacha fuera hija de Pierre Michel, quedaría todo explicado, como explicaría también el lugar elegido como escenario del crimen. ¿Hay alguno más cuya participación en el drama no está clara? Al coronel Arbuthnot le supongo amigo de los Armstrong. Probablemente estuvieron juntos en la guerra. Respecto a la doncella, Hildegarde Schmidt, casi me atrevería a indicar el lugar que ocupó en la casa. Quizá sea demasiado goloso, pero olfateo a las buenas cocineras instintivamente. Le puse una trampa y cayó en ella. Le dije que sabía que era una buena cocinera. Y ella contestó: «Sí, ciertamente todas mis señoras opinaron así». Ahora bien, si una mujer está empleada como doncella, los amos rara vez tienen ocasión de saber si es o no buena cocinera.
»Vamos ahora con Hardman. Definitivamente parecía no haber estado relacionado con la casa Armstrong. Yo solamente pude imaginar que había estado enamorado de la muchacha francesa. Le hablé del encanto de las mujeres extranjeras... y una vez más obtuve la reacción que buscaba. Los ojos se le empañaron de lágrimas que él fingió atribuir al deslumbramiento producido por la nieve.
»Queda mistress Hubbard. A mi parecer, mistress Hubbard desempeñó el papel más importante del drama. Como ocupante del compartimiento inmediato a Ratchett estaba más expuesta a las sospechas que ninguna otra persona. Las circunstancias no le permitían tampoco contar con una sólida coartada. Para desempeñar el papel que desempeñó, una perfectamente natural y ligeramente ridícula madre norteamericana, se necesitaba una artista. Pero había una artista relacionada con la familia Armstrong, la madre de mistress Armstrong, Linda Arden, la actriz...
Guardó silencio por unos momentos.
Y entonces, con una voz rica, y armoniosa, completamente diferente de la que había utilizado durante todo el viaje, mistress Hubbard exclamó:
—¡Siempre procuré desempeñar bien mis papeles! —y prosiguió con voz tranquila y soñadora—. El tropiezo de la esponjera fue estúpido. Ello demuestra que se debe ensayar siempre concienzudamente. Si lo hubiera hecho así, me habría dado cuenta de que los cerrojos ocupaban lugar diferente en las cabinas pares que en las impares.
La actriz cambió ligeramente de posición y miró a Poirot.
—Lo sabe usted ya todo, monsieur Poirot. Es usted un hombre maravilloso. Pero ni aun así puede imaginarse lo que fue aquel espantoso día en Nueva York. Yo estaba loca de dolor... y lo mismo los criados, y hasta el coronel Arbuthnot, que se encontraba con nosotros. Era el mejor amigo de John Armstrong.
—Me salvó la vida en la guerra —dijo Arbuthnot.
—Decidimos entonces..., quizás estábamos realmente locos..., que la sentencia de muerte a la que Cassetti había escapado había que ejecutarla fuera como fuese.
»Éramos doce... o más bien once... pues el padre de Susanne se encontraba en Francia. Lo primero que se nos ocurrió fue echar a suertes para ver quién debía actuar, pero al final acordamos poner en práctica lo que hemos hecho. Fue el chófer, Antonio, quien lo sugirió. Mary coordinó después todos los detalles con Héctor MacQueen. Este siempre adoró a Sonia, mi hija, y fue él quien nos explicó exactamente cómo el dinero de Cassetti había por fin conseguido salvarle de la silla eléctrica.
»Nos llevó mucho tiempo perfeccionar nuestro plan. Teníamos primero que localizar a Ratchett. Hardman lo logró al fin. Luego tuvimos que conseguir que Masterman y Héctor consiguieran sus empleos... o al menos uno de, ellos. Lo logramos también. A continuación nos pusimos en contacto con el padre de Susanne. El coronel Arbuthnot tuvo la feliz ocurrencia de que nos juramentásemos los doce. No le agradaba la idea de que apuñalásemos a Ratchett, pero se mostró muy de acuerdo en que resolvería la mayor parte de nuestras dificultades. El padre de Susanne accedió a secundar nuestros planes. Susanne era su única hija. Sabíamos por Héctor que Ratchett regresaría del Este en el Orient Express, y como Pierre Michel prestaba sus servicios en aquel tren, la ocasión era demasiado buena para ser desaprovechada. Además, sería un buen procedimiento para no comprometer en este delicado asunto a ningún extraño.
»El marido de mi hija conocía, naturalmente, nuestro proyecto, e insistió en acompañarla en el tren. Héctor, entretanto, se las arregló para que Ratchett eligiese para viajar el día en que Michel estuviese de servicio. Nos proponíamos ocupar todo el coche Estambul-Calais, pero desgraciadamente no pudimos conseguir una de las cabinas. Estaba reservada desde hacía tiempo para un director de la Compañía. Mister Harris, por supuesto, era un mito. Pero habría sido tan terrible tropiezo que algún extraño compartiese la cabina de Héctor. Y entonces, casualmente, en el último momento se presentó usted...
Hizo una pausa.
—Bien —continuó—; ya lo sabe usted todo, monsieur Poirot. ¿Qué va usted a hacer ahora? ¿No podría usted conseguir que toda la culpa recaiga sobre mí? Habría apuñalado voluntariamente doce veces a aquel canalla. No sólo era responsable de la muerte de mi hija y de mi nietecita, sino también de otra criatura que podía vivir feliz ahora. Y no solamente eso. Murieron otros niños antes que Daisy... podían morir muchos más en el futuro. La sociedad le había condenado; nosotros no hicimos más que ejecutar la sentencia. Pero es innecesario mencionar a mis compañeros. Son personas buenas y fieles... El pobre Michel... Mary y el coronel Arbuthnot, que se quieren tanto...
Su voz cargada de emoción, que tantas veces había hecho vibrar a los auditorios de Nueva York, se extinguió en un sollozo.
Poirot miró a su amigo.
—Usted es un director de la Compañía, monsieur Bouc. ¿Qué dice usted?
—En mi opinión, monsieur Poirot —dijo—, la primera hipótesis que nos expuso usted es la verdadera... decididamente la verdadera. Sugiero que sea ésa la solución que ofrezcamos a la policía yugoslava cuando se presente. ¿De acuerdo, doctor Constantine?
—Totalmente de acuerdo —contestó el doctor—. Y con respecto al testimonio médico... creo que el mío era algo fantástico. Lo estudiaré mejor.
—Entonces —dijo Poirot—, como ya he expuesto mi solución ante todos ustedes, tengo el honor de retirarme completamente del caso...

1 comentarios:

centinel 23 dijo...

oooooh un final inesperado me gusta!!!!

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