VIII El caso Armstrong

Encontramos a monsieur Bouc terminando una tortilla.
—Pensé que era mejor hacer servir inmediatamente el almuerzo en el coche comedor —dijo—. De este modo quedará libre de gente y monsieur Poirot podrá seguir allí sus interrogatorios. Entretanto, he ordenado que nos traigan aquí nuestra comida.
—Excelente —contestó Poirot.
Ninguno de los tres hombres tenía apetito y la comida terminó pronto, pero hasta que no empezaron a tomar el café no mencionó monsieur Bouc el asunto que ocupaba sus imaginaciones.
—Eh bien? —preguntó.
—Eh bien, he descubierto la identidad de la víctima. Sé los motivos que lo obligaron a salir de los Estados Unidos.
—¿Quién era?
—¿Recuerda usted haber leído algo del bebé Armstrong? Este es el individuo que asesinó a la pequeña Daisy Armstrong... Cassetti.
—Ahora caigo. Un asunto sensacional..., aunque no puedo recordar los detalles.
—El coronel Armstrong era mitad inglés y mitad norteamericano, pues su madre era hija de Van der Halt, el millonario de Wall Street. El coronel se casó con la hija de Linda Arden, la más famosa trágica norteamericana de aquella época. Vivían en Estados Unidos y tenían una hija..., una chiquilla... a quien idolatraban. La chiquilla fue secuestrada cuando tenía tres años y pidieron una suma exorbitante como precio del rescate. No le cansaré a usted con todas las incidencias que siguieron. Me referiré al momento en que, tras haber pagado la enorme suma de doscientos mil dólares, fue descubierto el cadáver de la niña, que llevaba muerta por lo menos quince días. La indignación pública adquirió caracteres apocalípticos. Pero lo peor fue lo que sucedió después. Mistress Armstrong esperaba otro hijo y, a consecuencia de la emoción, dio a luz prematuramente una criatura muerta, y ella también murió. Desesperado, su marido se pegó un tiro.
—Mon Dieu, ¡qué tragedia! —exclamó monsieur Bouc—. Ahora recuerdo que hubo también otra muerte, ¿no es cierto?
—Sí..., una desgraciada niñera suiza o francesa. La policía estaba convencida de que aquella mujer sabía algo del crimen. Se resistieron a creer sus histéricas negativas. Finalmente, en un ataque de desesperación, la pobre muchacha se arrojó por la ventana y se mató. Después se descubrió que era absolutamente inocente de toda complicidad en el crimen.
—Jamás oí cosa tan horrible —comentó monsieur Bouc.
—Unos seis meses después, fue detenido este Cassetti, como jefe de la banda que había secuestrado a la chiquilla. Habían utilizado los mismos métodos en otros casos. Mataban a sus prisioneros, ocultaban los cadáveres y procuraban entonces sacar todo el dinero posible antes de que se descubriese el delito.
—Y, ahora, fíjese en lo que voy a decirle, amigo mío. ¡Cassetti era culpable! Pero gracias a la enorme riqueza que había conseguido reunir y a las relaciones que le ligaban con diversas personalidades, fue absuelto por falta de pruebas. No obstante, le habría linchado la gente de no haber tenido la habilidad de escapar. Ahora veo claramente lo sucedido. Cambió de nombre y abandonó Estados Unidos. Desde entonces, ha sido un rico gentleman que viajaba por el extranjero y vivía de sus rentas.
—¡ Ah! Quel animal! —exclamó monsieur Bouc—. ¡No lamento lo más mínimo que haya muerto!
—Estoy de acuerdo con usted.
—Pero no era necesario haberle matado en el Orient Express. Hay otros lugares...
Poirot sonrió ligeramente. Se daba cuenta de que monsieur Bouc era parte interesada en el asunto.
—La pregunta que debemos hacernos ahora es ésta —dijo—. ¿Es este asesinato obra de alguna banda rival, a la que Cassetti había traicionado en el pasado, o un acto de venganza privada?
Explicó el descubrimiento de las palabras en el fragmento de papel carbonizado.
—Si mi suposición era cierta, la carta fue quemada por el asesino. ¿Por qué? Porque mencionaba la palabra «Armstrong», que es la clave del misterio.
—¿Vive todavía algún miembro de la familia Armstrong?
—No lo sé, desgraciadamente. Creo recordar haber leído algo referente a una hermana más joven de mistress Armstrong.
Poirot siguió relatando las conclusiones a que habían llegado él y el doctor Constantine. Monsieur Bouc se entusiasmó al oír mencionar lo del reloj roto.
—Eso es darnos la hora exacta del crimen.
—Sí, han tenido esa amabilidad —dijo Poirot.
Hubo en el tono de su voz algo que hizo a los otros mirarle con curiosidad.
—¿Dice usted que oyó a Ratchett hablar con el encargado a la una menos veinte?
Poirot contó lo ocurrido.
—Bien —dijo monsieur Bouc—: eso prueba al menos que Cassetti... o Ratchett, como continuaré llamándole, estaba vivo a la una menos veinte.
—A la una menos veintitrés minutos, para concretar más —corrigió el doctor.
—Digamos entonces que a las doce treinta y siete mister Ratchett estaba vivo. Es un hecho, al menos.
Poirot no contestó y quedó pensativo, fija la mirada en el espacio. Sonó un golpe en la puerta y entró el camarero del restaurante.
—El coche comedor está ya libre, señor —anunció.
—Vamos allá —dijo monsieur Bouc, y se levantó.
—¿Puedo acompañarles? —preguntó Constantine.
—Ciertamente, mi querido doctor. A menos que monsieur Poirot tenga algún inconveniente.
—Ninguno, ninguno —dijo Poirot.
Y, tras alguna cortés discusión sobre quién había de salir primero «Aprés vous, monsieur...» «Mais non, aprés vous...», abandonaron el compartimiento.

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