V El crimen

No consiguió volverse a dormir inmediatamente. En primer lugar, echaba de menos el movimiento del tren. Era una estación curiosamente tranquila. Por contraste, los ruidos dentro del tren parecían desacostumbradamente altos. Oyó a Ratchett moverse en el compartimiento inmediato; un ruido como si hubiese abierto el grifo del lavabo; luego el rumor del agua al correr y después otra vez el chasquido del grifo al cerrarse. Sonaron unos pasos en el pasillo, los apagados pasos de alguien que caminaba calzado con zapatillas.
Hércules Poirot siguió despierto, mirando al techo. ¿Por qué estaba tan silenciosa la estación? Sentía seca la garganta. Había olvidado pedir su acostumbrada botella de agua mineral. Consultó de nuevo su reloj. Era la una y cuarto. Llamaría al encargado y le pediría el agua mineral. Su dedo se alargó para pulsar el timbre, pero se detuvo al oír otro timbrazo. El encargado no podía atender todas las llamadas a la vez.
Riing... Riing... Riing...
Sonaba una y otra vez. ¿Dónde estaba el encargado? Alguien se impacientaba.
Riing...
Quien fuese no separaba su dedo del pulsador.
De pronto se oyeron los pasos apresurados del empleado. Llamó a una puerta no lejos de Poirot.
Llegaron hasta Poirot unas voces. La del encargado, amable, apologética; la de la mujer, insistente, voluble.
¡Mistress Hubbard!
Poirot sonrió para sí.
El altercado, si tal era, siguió durante algún tiempo. Sus proporciones correspondían en un noventa por ciento a mistress Hubbard y en un humilde diez por ciento al encargado. Finalmente, el asunto pareció arreglarse.
—Bonne nuit, madame —oyó distintamente Poirot al cerrarse la puerta.
Apoyó entonces su dedo en el timbre.
El encargado llegó prontamente. Parecía excitado.
—Agua mineral, si hace el favor.
—Bien, monsieur.
Quizás un guiño de Poirot le invitó a la confidencia.
—La señora norteamericana...
—¿Qué?
El empleado se enjugó la frente.
—¡Imagínese lo que he tenido que discutir con ella! Insiste en que hay un hombre en su compartimiento. Figúrese el señor. En un espacio tan reducido. ¿Dónde iba a esconderse? Hice presente a la señora que es imposible. Pero ella insiste. Dice que se despertó y que había un hombre por allí. «¿Y cómo —pregunté yo— iba a salir dejando la puerta con el pestillo echado?» Pero ella no quiso escuchar mis razones. Como si no tuviéramos ya bastante con qué preocuparnos. Esta nieve...
—¿Nieve?
—Claro, señor. ¿No se ha dado cuenta? El tren está detenido. Estamos en plena ventisca, y Dios sabe cuánto tiempo estaremos aquí. Recuerdo una vez que estuvimos detenidos siete días.
—¿En dónde estamos?
—Entre Vincovci y Brod.
—Là, là —dijo Poirot, disgustado.
El hombre se retiró y volvió con el agua.
—Bonsoir, monsieur.
Poirot bebió un vaso y se acomodó para dormir.
Iba quedándose dormido cuando algo le volvió a despertar. Esta vez fue como si un cuerpo pesado hubiese caído contra la puerta.
Se arrojó del lecho, la abrió y se asomó. Nada. Pero a su derecha una mujer envuelta en un quimono escarlata se alejaba por el pasillo. Al otro extremo, sentado en su pequeño asiento, el encargado trazaba cifras en unas largas hojas de papel. Todo estaba absolutamente tranquilo.
«Decididamente padezco de los nervios», se dijo Poirot, y volvió a la litera. Esta vez durmió hasta la mañana.
Cuando se despertó, el tren estaba todavía detenido. Levantó una cortinilla y miró al exterior. Grandes masas de nieve rodeaban el tren.
Miró su reloj y vio que eran más de las nueve.
A las diez menos cuarto, muy atildado, como siempre, se dirigió al coche comedor, donde le acogió un coro de voces.
Las barreras que al principio separaban a los viajeros se habían derrumbado por completo. Todos se sentían unidos por la común desgracia. Mistress Hubbard era la más ruidosa en sus lamentaciones.
—Mi hija me dijo que tendría un viaje feliz. «No tienes más que sentarte en el tren y él te llevará hasta París.» Y ahora podemos estar aquí días y más días —se lamentaba—. Y mi buque zarpará pasado mañana. ¿Cómo voy a cogerlo ahora? Ni siquiera puedo telegrafiar para anular mi pasaje.
El italiano decía que tenía un asunto urgente en Milán. El norteamericano expresó su esperanza de que el tren saliese de su atasco y llegase todavía a tiempo.
Mi hermana y sus hijos me esperan —dijo la sueca echándose a llorar —¿Qué pensarán? Creerán que me ha sucedido algo grave.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? ¿Lo sabe alguien? —preguntó Mary Debenham.
Su voz tenía un tono de impaciencia, pero Poirot observó que no daba muestras de aquella ansiedad casi febril que había mostrado durante el trayecto en el Taurus Express.
Mistress Hubbard volvió a dejar oír su voz.
—En este tren nadie sabe nada. Y nadie trata de hacer algo. Somos una manada de inútiles extranjeros. Si estuviésemos en mi país no faltaría alguien que tratase de poner remedio.
Arbuthnot se dirigió a Poirot y le habló en francés.
—Usted, según creo, es un director de la línea. Usted podrá decirnos...
—No, no —contestó Poirot en inglés, sonriendo—. No soy yo. Usted me confunde con mi amigo.
—¡Oh, perdone!
—No es nada. Es muy natural. Estoy ahora en el compartimiento que él ocupaba antes.
Monsieur Bouc no estaba presente en el coche comedor. Poirot miró a su alrededor para ver quién más estaba ausente.
Faltaba la princesa Dragomiroff y la pareja húngara. También Ratchett, su criado y la doncella alemana.
La dama sueca se enjugó los ojos.
—Estoy loca —dijo—. Hago mal en llorar. ¡Que suceda lo que Dios quiera!
Este espíritu cristiano, no obstante, estuvo lejos de ser compartido por los demás.
—Eso está muy bien —dijo MacQueen—. Pero podemos estar aquí detenidos algunos días.
—¿Sabe alguien, al menos, en qué país estamos? —preguntó, llorosa, mistress Hubbard.
Y al contestarle que en Yugoslavia, añadió:
—¡Oh, uno de esos rincones de los Balcanes! ¿Qué podemos esperar?
—Usted es la única que tiene paciencia, mademoiselle —dijo Poirot, dirigiéndose a miss Debenham.
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué otra cosa se puede hacer?
—Es usted una filósofa, mademoiselle.
—Eso implica una actitud distinta. Creo que la mía es más egoísta. He aprendido a ahorrarme emociones inútiles —replicó la joven.
Hablaba más para sí misma que para él. Ni siquiera le miraba. Tenía los ojos fijos en una de las ventanillas, donde la nieve iba acumulándose en grandes masas.
—Tiene usted un carácter enérgico, mademoiselle —añadió, galantemente, Poirot—. ¡La más fuerte de todos nosotros!
—¡Oh, no lo crea! Conozco a alguien más fuerte que yo.
—¿Y es...?
La joven pareció volver repentinamente en sí, a la realidad de que estaba hablando con un extraño, un extranjero con quien hasta aquella mañana sólo había cambiado media docena de frases. Se echó a reír con risa un poco forzada.
—Pues... esa anciana señora, por ejemplo. Usted probablemente se habrá fijado en ella. Es fea; pero tiene algo que fascina. No tiene más que levantar un dedo y pedir algo con voz suave... y todo el tren se echa a rodar.
—También rueda por mi amigo monsieur Bouc —repuso Poirot—. Pero es por ser uno de los directores de la línea, no porque tenga un carácter dominador.
Mary Debenham sonrió.
La mañana iba avanzando. Algunas personas, Poirot entre ellas, permanecieron en el coche comedor. Por el momento se pasaba mejor el tiempo haciendo vida en común. Mistress Hubbard volvió a extenderse en largas divagaciones sobre su hija y sobre la vida y costumbres de su difunto marido desde que se levantaba por la mañana y desayunaba cereales hasta que se acostaba por las noches, puestos los calcetines que la misma mistress Hubbard confeccionaba para él.
Escuchaba Poirot un confuso relato de los fines misionales de la dama sueca cuando uno de los encargados del coche cama entró en el coche y se detuvo a su lado.
—Pardon, monsieur.
—¿Qué desea?
—Monsieur Bouc agradecería que tuviese usted la bondad de ir a hablar con él unos minutos.
Poirot se puso de pie, dio excusas a la dama sueca y siguió al empleado. Éste no era el encargado de su coche, sino un hombre mucho más corpulento.
Atravesaron el pasillo de su propio coche y el del inmediato. El empleado llamó a una puerta y se apartó para dejar pasar a Poirot.
El compartimiento no era el de monsieur Bouc. Era uno de segunda clase, elegido presumiblemente a causa de su mayor tamaño. Daba la impresión de estar lleno de gente.
Monsieur Bouc estaba sentado en uno de los asientos del fondo. Frente a él, junto a la ventanilla, un individuo bajo y moreno contemplaba la nieve a través de los cristales. De pie, y como impidiendo el paso a Poirot, estaba un hombre de uniforme azul (el jefe del tren) y a su lado el encargado del coche cama.
—¡Ah, mi buen amigo! —exclamó monsieur Bouc—. Entre. Tenemos necesidad de usted.
El individuo de la ventanilla se corrió un poco en el asiento y monsieur Poirot pasó por entre los dos empleados y se sentó frente a su amigo.
La expresión del rostro de monsieur Bouc le dio, como él habría dicho, mucho que pensar. Era evidente que había ocurrido algo inusitado.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Cosas muy graves, amigo mío. Primero esta nieve..., esta detención. Y ahora...
Hizo una pausa, y de la garganta del encargado del coche cama salió una especie de gemido ahogado.
—¿Y ahora qué?
—Y ahora un caballero aparece muerto en su cama..., cosido a puñaladas.
Monsieur Bouc hablaba con una especie de resignada desesperación.
—¿Un viajero? ¿Qué viajero?
—Un norteamericano. Un individuo llamado..., llamado... —consultó unas notas que tenía delante de él—. Ratchett... ¿no es eso?
—Sí, señor —contestó el empleado del coche cama con tranquilidad. Poirot le miró. Estaba tan pálido como el yeso.
—Mejor será que mande usted sentar a este hombre —dijo a su amigo—. Está a punto de desmayarse.
El jefe del tren se apartó ligeramente y el empleado se dejó caer en el asiento y hundió la cabeza entre las manos.
—¡Bonita situación! —comentó Poirot.
—¡Y tan bonita! Para empezar, un asesinato, que ya de por sí es una calamidad de primera clase, y luego esta parada, que quizá nos retenga aquí horas, ¡qué digo horas!... ¡días! Otra circunstancia. Al pasar por la mayoría de los países tenemos la policía del país en el tren. Pero en Yugoslavia... no, ¿comprende usted?
—Sí que es una situación difícil —convino Poirot.
—Y aún puede empeorar. El doctor Constantine... Me olvidaba. No se lo he presentado a usted... El doctor Constantine, monsieur Poirot.
El hombrecillo moreno se inclinó y Poirot correspondió a la reverencia.
—El doctor Constantine opina que la muerte ocurrió hacia la una de la madrugada.
—Es difícil puntualizar en estos casos —aclaró el doctor—; pero creo poder decir concretamente que la muerte ocurrió entre la medianoche y las dos de la madrugada.
—¿Cuándo fue visto mister Ratchett por última vez? —preguntó Poirot.
—Se sabe que estaba vivo a la una menos veinte, cuando habló con el encargado —contestó monsieur Bouc.
—Es cierto —dijo Poirot—. Yo mismo oí lo que ocurría. ¿Eso es lo último que se sabe?
Poirot se volvió hacia el doctor, quien continuó:
—La ventana del compartimiento de mister Ratchett fue encontrada abierta de par en par, lo que induce a suponer que el asesino escapó por allí. Pero en mi opinión esa ventana abierta no es más que una pantalla. El que salió por allí tenía que haber dejado huellas bien nítidas en la nieve y no hay ninguna.
—¿Cuándo fue descubierto el crimen? —preguntó Poirot.
—¡Michel!
El encargado del coche cama se puso de pie. Estaba todavía pálido y asustado.
—Dígale a este caballero lo que ocurrió exactamente —ordenó monsieur Bouc.
—El criado de mister Ratchett llamó repetidas veces a la puerta esta mañana. No hubo contestación. Luego, hará una media hora, llegó el camarero del coche comedor. Quería saber si el señor quería desayunar. Le abrí la puerta con mi llave. Pero hay una cadena también, y estaba echada. Dentro nadie contestó y estaba todo en silencio... y muy frío, con la ventana abierta y la nieve cayendo dentro. Fui a buscar al jefe del tren. Rompimos la cadena y entramos. El caballero estaba... ah, c'était terrible!
Volvió a hundir el rostro entre las manos.
—La puerta estaba cerrada y encadenada por dentro —repitió pensativo Poirot—. No será suicidio..., ¿eh?
El doctor griego rió de un modo sardónico.
—Un hombre que se suicida, ¿puede apuñalarse en diez..., doce o quince sitios diferentes? —preguntó.
Poirot abrió los ojos.
—Es mucho ensañamiento —comentó.
—Es una mujer —intervino el jefe de tren, hablando por primera vez—. No les quepa duda de que es una mujer. Solamente una mujer es capaz de herir de ese modo.
El doctor Constantine hizo un gesto de duda.
—Tuvo que ser una mujer muy fuerte —dijo—. No es mi deseo hablar técnicamente..., eso no hace más que confundir..., pero puedo asegurarles que uno o dos de los golpes fueron dados con tal fuerza que el arma atravesó los músculos y los huesos.
—Por lo visto no ha sido un crimen científico —comentó Poirot.
—Lo más anticientífico que pueda imaginarse. Los golpes fueron descargados al azar. Algunos causaron apenas daño. Es como si alguien hubiese cerrado los ojos y luego, en loco frenesí, hubiese golpeado a ciegas una y otra vez.
—C'est une femme —repitió el jefe de tren—. Las mujeres son así. Cuando están furiosas tienen una fuerza terrible.
Lo dijo con tanto aplomo que todos sospecharon que tenía experiencia personal en la materia.
—Yo tengo, quizás, algo con que contribuir a esa colección de detalles —dijo Poirot—. Mister Ratchett me habló ayer y me dijo, si no le comprendí mal, que su vida peligraba.
—Entonces el agresor no fue una mujer. Sería un gángster o un pistolero, ya que la víctima es un norteamericano —opinó monsieur Bouc.
—De ser así —dijo Poirot—, sería un gángster aficionado.
—Hay en el tren un norteamericano muy sospechoso —añadió monsieur Bouc insistiendo en su idea—. Tiene un aspecto terrible y viste estrafalariamente. Mastica chicle sin cesar, lo que creo que no es de muy buen tono. ¿Sabe a quién me refiero?
El encargado del coche cama hizo un gesto afirmativo.
—Oui, monsieur, al número dieciséis. Pero no pudo ser él. Le habría visto yo entrar o salir del compartimiento.
—Quizá no. Pero ya aclararemos eso después. Se trata ahora de determinar lo que debemos hacer —añadió, mirando a Poirot.
Poirot le miró a su vez fijamente.
—Vamos, amigo mío —siguió monsieur Bouc—. Adivinará usted lo que voy a pedirle. Conozco sus facultades. ¡Encárguese de esta investigación! No se niegue. Comprenda que para nosotros esto es muy serio. Hablo en nombre de la Compagnie Internationale des Wagons Lits. ¡Será hermoso presentar el caso resuelto cuando llegue la policía yugoslava! ¡De otro modo, tendremos retrasos, molestias, un millón de inconvenientes! En cambio si usted aclara el misterio, podremos decir con exactitud: «Ha ocurrido un asesinato..., ¡éste es el criminal!».
—Suponga usted que no lo aclaro.
—Ah, mon cher! —La voz de monsieur Bouc se hizo francamente acariciadora—. Conozco su reputación. He oído algo de sus métodos. Éste es un caso ideal para usted. Examinar los antecedentes de toda esta gente, descubrir su bona fide..., todo eso exige tiempo e innumerables molestias. Y a mí me han informado que le han oído a usted decir con frecuencia que para resolver un caso no hay más que recostarse en un sillón y pensar. Hágalo así. Interrogue a los viajeros del tren, examine el cadáver, examine las huellas que haya y luego..., bueno, ¡tengo fe en usted! Recuéstese y piense..., utilice (como sé que dice usted) las células grises de su cerebro... ¡y todo quedará aclarado!
Se inclinó hacia delante, mirando de modo afectuoso a su amigo.
—Su fe me conmueve, amigo mío —dijo Poirot, emocionado—. Como usted dice, éste no puede ser un caso difícil. Yo mismo..., anoche, pero no hablemos de esto ahora. No puedo negar que este problema me intriga. No hace unos minutos estaba pensando que nos esperaban muchas horas de aburrimiento, mientras estemos detenidos aquí. Y de repente... me cae un intrincado problema entre manos.
—¿Acepta usted, entonces? —preguntó monsieur Bouc con ansiedad.
—C'est entendu. El asunto corre de mi cuenta.
—Muy bien. Todos estamos a su disposición.
—Para empezar, me gustaría tener un plano del coche. Estambul-Calais, con una lista de los viajeros que ocupan los diversos compartimientos, y también me gustaría examinar sus pasaportes y billetes.
—Michel le proporcionará a usted todo eso.
El conductor del coche cama abandonó el compartimiento.
—¿Qué otros viajeros hay en el tren? —preguntó Poirot.
—En este coche el doctor Constantine y yo somos los únicos viajeros. En el coche de Bucarest hay un anciano caballero con una pierna inútil. Es muy conocido del encargado. Además, tenemos los coches ordinarios, pero éstos no nos interesan, ya que quedaron cerrados después de servirse la cena de anoche. Delante del coche Estambul-Calais no hay más que el coche comedor.
—Parece, entonces —dijo lentamente Poirot—, que debemos buscar a nuestro asesino en el coche Estambul-Calais. ¿No es eso lo que insinuaba usted? —preguntó dirigiéndose al doctor.
El griego asintió.
—Media hora después de la medianoche tropezamos con la tormenta de nieve. Nadie pudo abandonar el tren desde entonces.
—El asesino continúa, pues, entre nosotros —dijo monsieur Bouc solemnemente.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Esta Interesante :) La Recomiendo ;)

Publicar un comentario

 
{ SUBIR }