V Declaración de la dama sueca

Monsieur Bouc no cesaba de darle vueltas al botón dejado por mistress Hubbard.
—Este botón... No puedo comprenderlo. ¿Significará que, después de todo, Pierre Michel está complicado en el asunto? —dijo. Hizo una pausa y continuó, al ver que Poirot no le contestaba—: ¿Qué tiene usted que decir de esto, amigo mío?
—Que este botón sugiere posibilidades —contestó Poirot, pensativo—. Interrogaremos a la señora sueca antes de discutir la declaración que acabamos de escuchar.
Rebuscó en la pila de pasaportes que tenía delante.
—¡Ah! Aquí lo tenemos. Greta Ohlsson, de cuarenta y nueve años.
Monsieur Bouc dio sus instrucciones al camarero del comedor, y éste regresó al momento acompañado de la dama de pelo amarillento y rostro ovejuno. La mujer miró fijamente a Poirot, a través de sus lentes, pero parecía tranquila.
Como resultó que entendía y hablaba el francés, la conversación tuvo lugar en este idioma. Poirot le dirigió primeramente las preguntas cuya respuesta ya conocía: su nombre, edad y dirección. Luego le preguntó su profesión.
Era, contestó, matrona en una escuela misional cerca de Estambul. Tenía título de enfermera.
—Supongo que estará usted enterada de lo que ocurrió aquí anoche, mademoiselle.
—Naturalmente. Es espantoso. Y la señora norteamericana me dice que el asesino estuvo en su compartimiento.
—Tengo entendido, mademoiselle, que es usted la última persona que vio al hombre asesinado.
—No lo sé. Quizá sea así. Abrí la puerta de su compartimiento por equivocación. Pasé una gran vergüenza.
—¿Le vio usted realmente?
—Sí. Estaba leyendo un libro. Yo me disculpé apresuradamente y me retiré.
—¿Le dijo algo a usted?
Las mejillas de la solterona se tiñeron de vivo rubor.
—Se echó a reír y pronunció unas palabras. Casi no las comprendí.
—¿Y qué hizo usted, mademoiselle? —preguntó Poirot, cambiando rápidamente de asunto.
—Entré a ver a la señora norteamericana, mistress Hubbard. Le pedí unas aspirinas y me las dio.
—¿Le preguntó ella si la puerta de comunicación con el compartimiento de mister Ratchett estaba cerrada?
—Sí.
—¿Y lo estaba?
—Sí.
—¿Qué hizo a continuación?
—Regresé a mi compartimiento, tomé las aspirinas y me acosté.
—¿A qué hora sucedió todo eso?
—Cuando me metí en la cama eran las once menos cinco, porque miré mi reloj antes de darle cuerda.
—¿Se durmió usted en seguida?
—No muy pronto. Me dolía menos la cabeza, pero estuve despierta algún tiempo.
—¿Se había detenido ya el tren antes de dormirse usted?
—Se detuvo antes de quedarme dormida, pero creo que fue en una estación.
—Debió ser Vincovci. ¿Es éste su compartimiento, mademoiselle? —preguntó Poirot, señalándoselo en el plano.
—Sí, ése es.
—¿Tiene usted la litera superior o la inferior?
—La inferior, la número diez.
—¿Tenía usted compañera?
—Sí. Una joven inglesa. Muy amable y muy simpática. Viene viajando desde Bagdad.
—¿Abandonó esa joven la cabina después de salir el tren de Vincovci?
—No, estoy segura de que no.
—¿Cómo puede estarlo si estaba dormida?
—Tengo el sueño muy ligero. Estoy acostumbrada a despertarme al menor ruido. Estoy segura de que si se hubiese bajado de su litera me habría despertado.
—Y usted, ¿abandonó la cabina?
—No la abandoné hasta esta mañana.
—¿Tiene usted un quimono de seda escarlata?
—No, por cierto. Tengo una buena bata de lana de color azul.
—¿Y la otra señorita, miss Debenham? ¿De qué color es su bata?
—De un color malva pálido, como los que venden en Oriente.
Poirot asintió y añadió en tono amistoso:
—¿Por qué hace usted este viaje? ¿Vacaciones?
—Sí, voy a casa, de vacaciones. Pero antes permaneceré en Lausana unos días con una hermana.
—¿Tiene usted la bondad de escribir aquí el nombre y dirección de esa hermana?
—No hay inconveniente.
La solterona cogió el papel y el lápiz que él le dio y escribió el nombre y la dirección requeridos.
—¿Ha estado usted alguna vez en Estados Unidos, mademoiselle?
—No. Una vez estuve a punto de ir. Tenía que acompañar a una señora inválida, pero desistieron del viaje en el último momento. Lo sentí mucho. Son muy buenos los norteamericanos. Dan mucho dinero para fundar escuelas y hospitales. Son muy prácticos.
—¿Recuerda usted haber oído hablar del caso Armstrong?
—No. ¿Qué ocurrió?
Poirot se lo explicó.
Greta Ohlsson se indignó y su moño de cabellos pajizos tembló de emoción.
—¡Parece mentira que haya en el mundo tales monstruos! ¡Pobre madre! ¡Cómo la compadezco desde el fondo de mi corazón!
La amable sueca se retiró con el rostro arrebolado y los ojos empañados por las lágrimas.
Poirot escribía afanosamente en una hoja de papel.
—¿Qué escribe usted ahí, amigo mío? —preguntó monsieur Bouc.
—Mon cher, tengo la costumbre de ser muy ordenado. Estoy haciendo una pequeña lista cronológica de los acontecimientos.
Acabó de escribir y pasó el papel a monsieur Bouc. Decía así:

9.15 — Sale el tren de Belgrado.
9.40 — (aproximadamente) El criado deja a Ratchett, preparada ya
la bebida sedante.
10.00 — (aproximadamente) Greta Ohlsson ve a Ratchett (la última persona que lo vio vivo). N. B. Estaba despierto, leyendo un libro.
0.10 — El tren sale de Vincovci. (Con retraso).
0.30 — El tren tropieza con una gran tormenta de nieve.
0.37 — Suena el timbre de Ratchett. El encargado acude. Ratchett dice: «No es nada. Me he equivocado».
1.17 — (aproximadamente) Mistress Hubbard cree que hay un hombre en su cabina. Llama al encargado.

Monsieur Bouc hizo un gesto de aprobación.
—Está clarísimo —dijo.
—¿No hay ahí nada que le llame a usted la atención por extraño?
—No, todo me parece perfectamente normal. Es evidente que el crimen se cometió a la una y cuarto. El detalle del reloj nos lo dice, y la declaración de mistress Hubbard lo confirma. Voy a aventurar una opinión sobre la identidad del asesino. A mí no me cabe duda de que es el individuo italiano. Viene de Estados Unidos..., de Chicago..., y recuerde que el cuchillo es arma italiana y que apuñaló a su víctima varias veces.
—Es cierto.
—No hay duda, ésa es la solución del misterio. Él y Ratchett actuaron juntos en el asunto del secuestro. Cassetti es un nombre italiano. En cierto modo, Ratchett traicionó a las dos partes. El italiano le siguió la pista, le escribió cartas amenazadoras y finalmente se vengó de él de un modo brutal. Todo es muy sencillo.
Poirot movió la cabeza pensativo.
—Pues yo estoy convencido de que es la verdad —dijo monsieur Bouc, cada vez más entusiasmado con su hipótesis.
—¿Y qué me dice usted del criado con dolor de muelas, que jura que el italiano no abandonó el compartimiento?
—Ése es un punto difícil.
—Sí, y el más desconcertante. Desgraciadamente para su teoría y afortunadamente para nuestro amigo el italiano, el criado de mister Ratchett tuvo aquella noche un fortuito dolor de muelas.
—Todo se explicará —dijo monsieur Bouc con ingenua certidumbre.

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