V El nombre de pila de la princesa Dragomiroff

Cuando el conde y la condesa se retiraron, Poirot se dirigió a sus amigos.
—Como ven, hacemos progresos —dijo.
—¡Excelente trabajo! —le felicitó cordialmente monsieur Bouc—. Por mi parte, nunca se me hubiese ocurrido sospechar del conde y la condesa Andrenyi. Confieso que los consideraba completamente hors de combat. Supongo que no habrá duda de que ella cometió el crimen. Es un poco triste. Sin embargo, no la guillotinarán. Existen circunstancias atenuantes. Unos cuantos años de prisión... eso será todo.
—¿Tan seguro está usted de su culpabilidad?
—¿Es que puede dudarse de ello, mi querido amigo? Yo creí que sus tranquilizadoras maneras eran sólo para arreglar las cosas hasta que salgamos de la nieve y se haga cargo del asunto la policía.
—¿No cree usted la rotunda afirmación del conde... respaldada por su palabra de honor... de que su esposa es inocente?
—Mon cher..., naturalmente..., ¿qué otra cosa podía él decir? Adora a su mujer. ¡Quiere salvarla! Dice muy bien sus mentiras... en estilo de gran señor, pero, ¿qué otra cosa pueden ser, sino mentiras?
—Bien, pues yo tenía la absurda idea de que pudieran ser verdades.
—No, no. Recuerde el pañuelo. El pañuelo confirma el asunto.
—¡Oh!, yo no estoy tan seguro sobre eso del pañuelo. Recuerde que siempre le dije que había dos posibilidades respecto del poseedor de esa prenda.
—Así y todo...
Monsieur Bouc se interrumpió. Se había abierto la puerta y la princesa Dragomiroff avanzaba directamente hacia ellos. Los tres hombres se pusieron en pie.
Ella se dirigió a Poirot, prescindiendo de los otros.
—Creo, señor —dijo—, que tiene usted un pañuelo mío.
Poirot lanzó una mirada de triunfo a sus amigos.
—¿Es éste, madame?
Poirot mostró el cuadradito de batista.
—Éste es. Tiene mi inicial en una punta.
—Pero, princesa, esa letra es una «H» —intervino monsieur Bouc—. Su nombre de pila... perdóneme... es Natalia.
Ella le lanzó una fría mirada.
—Es cierto, señor. Mis pañuelos están siempre marcados con caracteres rusos. Esto es una N en ruso.
Monsieur Bouc quedó abochornado. Había algo en aquella indomable anciana que le hacía sentirse sumamente nervioso y aturdido.
—En el interrogatorio de esta mañana no nos dijo usted que este pañuelo fuera suyo —objetó Poirot.
—Usted no me lo preguntó —replicó secamente la princesa rusa.
—Tenga la bondad de sentarse, madame.
La princesa lo hizo con un gesto de impaciencia.
—No creo que debamos prolongar mucho este incidente, señores. Ustedes me van ahora a preguntar por qué se encontraba mi pañuelo junto al cadáver de un hombre asesinado. Mi contestación es que no tengo la menor idea.
—¿De verdad que no la tiene usted?
—En absoluto.
—Excúseme, madame, pero ¿podemos confiar en la sinceridad de sus respuestas?
Poirot pronunció estas palabras suavemente, pero la princesa Dragomiroff contestó de un modo despectivo.
—Supongo que dice usted eso porque no confesé que Helena Andrenyi era la hermana de mistress Armstrong.
—En efecto, usted nos mintió deliberadamente en este punto.
—Ciertamente. Y volvería a hacer lo mismo. Su madre era amiga mía. Creo, señores, en la lealtad a los amigos, a la familia y a la estirpe.
—¿Y no cree usted en lo conveniente que es ayudar hasta el límite los fines de la justicia?
—En este caso creo que se ha hecho justicia... estrictamente justicia. Poirot se inclinó hacia delante.
—Considere usted mi situación, madame. ¿Debo creer a usted en este asunto del pañuelo? ¿O trata usted de encubrir a la hija de su amiga?
—¡Oh! Comprendo lo que quiere usted decir, señor. —Su rostro se iluminó con una débil sonrisa—. Bien, señores, mi afirmación puede probarse fácilmente. Les daré a ustedes la dirección de la casa de París que me confeccionó mis pañuelos. No tienen ustedes más que enseñarles éste y les informarán de que fue hecho por encargo mío hará más de un año. El pañuelo es mío, señores.
Se puso en pie.
—¿Desean preguntarme algo más?
—Su doncella, madame, ¿cómo no reconoció este pañuelo cuando se lo enseñamos esta mañana?
—Debió reconocerlo. ¿Lo vio y no dijo nada? ¡Ah, bien! Eso demuestra indudablemente que también ella puede ser leal.
La dama hizo una ligera inclinación de cabeza y abandonó el coche comedor.
—Así tuvo que ser —murmuró Poirot—. Yo advertí un pequeñísimo titubeo cuando pregunté a la doncella si sabía a quién pertenecía el pañuelo. Dudó un instante sobre confesar o no que era de su ama.
—¡Verdaderamente, es una mujer terrible esa señora! —exclamó monsieur Bouc.
—¿Pudo asesinar a Ratchett? —preguntó Poirot al doctor Constantine.
Éste hizo un gesto negativo.
—Aquellas heridas..., las causadas con tanta fuerza que llegaron hasta el hueso..., no pudieron ser nunca obra de una persona tan débil físicamente.
—¿Y las otras?
—Las otras, las superficiales, sí.
—Estoy pensando —dijo Poirot— en el incidente de esta mañana, cuando dije a la princesa que su fuerza residía más en su voluntad que en su brazo. Aquella observación fue una especie de trampa. Yo quería ver si posaba la mirada en su brazo izquierdo o en el derecho. No miró a ninguno de los dos. Pero me dio una extraña respuesta. «No tengo fuerza alguna en ellos —dijo—. No sé si alegrarme o lamentarlo.» Curiosa observación que confirma mi opinión sobre el crimen.
—Pero no nos aclaró si la dama es zurda.
—No. Y a propósito, ¿se dio usted cuenta de que el conde Andrenyi guarda su pañuelo en el bolsillo del lado derecho del pecho?
Monsieur Bouc hizo gesto negativo. Su imaginación voló a las desconcertadas revelaciones de la pasada media hora.
—Mentiras y más mentiras —murmuró—. Es asombrosa la cantidad de mentiras que hemos escuchado esta mañana.
—Todavía faltan por descubrir algunas —dijo Poirot jovialmente.
—¿Lo cree usted?
—Me decepcionaría mucho que no fuese así.
—Tal duplicidad es terrible. Pero parece que le agrada —dijo monsieur Bouc en tono de reproche.
—Tiene sus ventajas —replicó Poirot—. Si confronta usted con la verdad a alguien que ha mentido, generalmente lo confesará... si se le coge de sorpresa. No se necesita más que obrar acertadamente para producir ese efecto.
»Es la única manera de llevar este caso. Yo considero a los viajeros uno tras otro, examino sus declaraciones y me digo: "Si tal y tal cosa es mentira, ¿en qué punto mienten y cuál es la razón de mentir?". Y me contestó que si mienten... y observen que hablo en condicional... sólo puede ser por tal razón y en determinado punto. Lo hemos hecho una vez con feliz resultado con la condesa Andrenyi. Vamos a ensayar ahora el mismo método con otras diversas personas.
—Pero cabe la posibilidad, amigo mío, de que sus conjeturas sean erróneas.
—En ese caso, una persona, al menos, estará libre de sospecha.
—¡Ah! Un proceso de eliminación.
—Exactamente.
—¿A quién probaremos primero?
—Al coronel Arbuthnot.

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