VI Una segunda entrevista con el coronel Arbuthnot

El coronel Arbuthnot dio claras muestras de disgusto al ser llamado por segunda vez al coche comedor. La expresión de su rostro tampoco la pudo ocultar.
—Eh bien? —preguntó, tomando asiento.
—Admita usted mis disculpas por molestarle por segunda vez —dijo Poirot—. Pero existen todavía ciertos detalles que creo podrá usted aclarar.
—¿De veras? Me resisto a creerlo.
—Empecemos. ¿Ve usted este limpiapipas?
—Sí.
—¿Le pertenece?
—No lo sé. Como usted comprenderá, no pongo una marca particular en cada uno de ellos.
—¿Está usted enterado, coronel Arbuthnot, de que es usted el único viajero del coche Estambul-Calais que fuma en pipa?
—En este caso, es probable que sea mío.
—¿Sabe usted dónde fue encontrado?
—No tengo la menor idea.
—Fue encontrado junto al cuerpo del hombre asesinado.
El coronel Arbuthnot enarcó las cejas.
—¿Puede usted decirnos, coronel Arbuthnot, cómo cree que llegó hasta allí?
—Lo único que puedo decir con certeza, es que yo no lo dejé caer.
—¿Entró usted en el compartimiento de mister Ratchett en alguna ocasión?
—Ni siquiera hablé nunca con ese hombre.
—¿Ni le habló... ni le asesinó?
Las cejas del coronel volvieron a elevarse sardónicamente.
—Si lo hubiese hecho, no es probable que se lo confesase a usted. Pero puede usted estar tranquilo: no lo asesiné.
—Muy bien —murmuró Poirot—. Carece de importancia.
—¿Cómo dice?
—Que carece de importancia.
—¡Oh! —exclamó el coronel, desconcertado, pues no esperaba aquella salida.
—Comprenderá usted —continuó diciendo Poirot— que lo del limpiapipas carece de importancia. Puedo discurrir otras once excelentes explicaciones de su presencia en la cabina de mister Ratchett.
Arbuthnot le miró, asombrado.
—Yo, realmente, deseaba verle a usted para otro asunto —continuó Poirot—. Miss Debenham quizá le haya dicho que yo sorprendí algunas palabras que cambiaron ustedes en la estación de Konya.
Arbuthnot no contestó.
—Ella decía: «Ahora no. Cuando todo termine. Cuando todo quede atrás». ¿Sabe usted a qué se referían aquellas palabras?
—Lo siento, monsieur Poirot, pero debo negarme a contestar a esa pregunta.
—Pourquoi?
—Porque prefiero que se la dirija usted antes a la misma miss Debenham.
—Ya lo he hecho.
—¿Y se negó a explicarlo?
—Sí.
—Entonces creo que debería estar perfectamente claro... aun para usted... que mis labios deben permanecer callados.
—¿No quiere usted revelar el secreto de una dama?
—Puede usted interpretarlo de ese modo, si gusta.
—Miss Debenham me dijo que las palabras se referían a un asunto particular.
—Entonces, ¿por qué no acepta usted esa explicación?
—Porque miss Debenham es lo que podríamos llamar una persona altamente sospechosa.
—Tonterías...
—Nada de tonterías.
—Usted no tiene ninguna prueba contra ella.
—¿No es suficiente el hecho de que miss Debenham fuese institutriz de la familia Armstrong en la época del secuestro de la pequeña Daisy?
Hubo un minuto de mortal silencio. Poirot movió la cabeza lentamente.
—Ya ve usted —añadió— que sabemos más de lo que cree. Si miss Debenham es inocente, ¿por qué ocultó ese hecho? ¿Y por qué me dijo que no había estado nunca en Estados Unidos?
El coronel se aclaró la garganta.
—¿No cree posible que esté usted equivocado?
—No estoy equivocado. ¿Por qué mintió, pues, miss Debenham?
El coronel se encogió de hombros.
—Será mejor que se lo pregunte a ella. Yo sigo creyendo que se equivoca usted.
Poirot levantó la voz y llamó. Uno de los camareros acudió desde el otro extremo del coche.
—Vaya y diga a la dama inglesa del número once que tenga la bondad de venir.
—Bien, señor.
El camarero se alejó. Los cuatro hombres permanecieron en silencio. El rostro del coronel Arbuthnot parecía como tallado en madera, rígido e impasible.
Volvió el camarero.
—La señorita viene ahora mismo, señor.
—Gracias.
Unos minutos más tarde, Mary Debenham entró en el coche comedor.

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