XIV El arma

Con más vigor que galantería, monsieur Bouc depositó a la desmayada apoyándole la cabeza sobre una mesa. El doctor Constantine llamó a uno de los camareros del restaurante, quien se apresuró a acudir.
—Sosténgale la cabeza así —dijo—. Si vuelve en sí, déle un poco de coñac. ¿Comprende?
Luego se apresuró a correr tras los otros dos. Su interés se concentraba por completo en el crimen y le tenían sin cuidado los desmayos de las señoras histéricas.
Es posible que mistress Hubbard reviviese con aquel procedimiento más pronto que si se le hubiesen prodigado mayores cuidados. Lo cierto es que a los pocos minutos estaba sentada, paladeando el coñac de un vaso sostenido por el camarero, y sin cesar de hablar.
—¡Qué horrible, señor, qué horrible! Dudo de que nadie en el tren comprenda mis sentimientos. Yo siempre he sido sensible desde chiquilla. La sola vista de la sangre..., ¡oh, aún ahora me horrorizo cuando lo recuerdo!
El camarero volvió a presentarle el vaso.
—Encore un peu, madame.
—¿Sabe que me siento mejor? Soy abstemia. Nunca bebo alcohol ni vino de ninguna clase. Toda mi familia es abstemia. Sin embargo, como esto es por prescripción facultativa...
Bebió unos sorbos más.
Entretanto, Poirot y monsieur Bouc, seguidos de cerca por el doctor Constantine, avanzaban apresuradamente por el pasillo del coche de Estambul en dirección a la cabina de mistress Hubbard.
Todos los viajeros del tren parecían haberse congregado ante la puerta. El encargado, con una expresión de disgusto en el rostro, los mantenía a distancia.
—¡Pero si no hay nada que ver...! —no cesaba de repetir en diferentes idiomas.
—Permítanme pasar, hagan el favor —dijo monsieur Bouc.
Se abrió paso por entre el grupo de viajeros y entró en el compartimiento, seguido de Poirot.
—Celebro que haya usted venido, señor —dijo el encargado con un suspiro de alivio—. Todos quieren entrar. La señora norteamericana empezó a dar tales gritos que creí que también la habían asesinado, ma foi! Vino corriendo y seguía gritando como una loca y diciendo que quería verle a usted. Luego echó a correr por el pasillo, contándole a todo el mundo, al pasar, lo que había ocurrido. Ahí dentro está, señor —añadió con un gesto de su mano—. No lo he tocado, desde luego.
Colgada del tirador de la puerta del compartimiento inmediato se veía una gran esponjera de goma. Y debajo de ella, en el suelo, en el mismo sitio donde había caído de manos de mistress Hubbard, una daga de estilo oriental con empuñadura repujada y hoja cónica. Esta hoja presentaba unas manchas como de herrumbre.
Poirot la recogió delicadamente.
—Sí —murmuró—. No hay duda. Aquí está el arma que nos faltaba... ¿eh, doctor?
El doctor lo examinó.
—No necesita usted tener cuidado —dijo Poirot—. No habrá más huellas digitales en ella que las dejadas por mistress Hubbard.
El examen del doctor Constantine no duró mucho.
—No hay duda de que es el arma —dijo—. Con ella se causaron todas las heridas.
—Le suplico, amigo mío, que no diga eso —le interrumpió Poirot.
El doctor puso cara de asombro.
—Ya estamos demasiado abrumados por las coincidencias. Dos personas deciden apuñalar a mister Ratchett la noche pasada. Es demasiada casualidad que cada una de ellas eligiera un arma idéntica.
—Es que la coincidencia no es, quizá, tan grande como parece —objetó el doctor—. En los bazares de Constantinopla se venden miles de estas dagas orientales.
—Me consuela usted un poco, pero sólo un poco —repuso Poirot.
Contempló pensativo la puerta que tenía delante, y, quitando la esponjera, probó de hacer girar el tirador. La puerta no se movió. Unos centímetros más arriba estaba el cerrojo. Poirot lo descorrió, pero la puerta siguió obstinadamente resistiendo.
—Recordará usted que la cerramos por el otro lado —objetó el doctor.
—Es cierto —dijo Poirot, distraído. Parecía estar pensando en otra cosa. La expresión de su rostro revelaba perplejidad.
—Se explica todo, ¿verdad? —preguntó monsieur Bouc—. El hombre pasa por esta cabina. Al cerrar la puerta de comunicación palpa la esponjera. Se le ocurre entonces una idea y desliza rápidamente en ella el cuchillo manchado de sangre. Luego, al darse cuenta de que se ha despertado mistress Hubbard, se escurre por la otra puerta que da al pasillo.
—Así debió suceder —-murmuró Poirot.
Pero su rostro no abandonó la expresión de perplejidad.
—¿Qué pasa? —le preguntó el otro—. ¿Hay algo que no le satisface? Poirot le echó una mirada rápida.
—¿No le llama a usted la atención? No, evidentemente, no. Bueno, es un pequeño detalle.
El encargado asomó la cabeza.
—Vuelve la señora norteamericana —anunció.
El doctor Constantine enrojeció ligeramente. Tenía la sensación de que no había tratado muy galantemente a mistress Hubbard. Pero ella no le dirigió el menor reproche. Sus energías se concentraron en otro asunto.
—Tengo que decir una cosa —declaró al llegar al umbral—. ¡Yo no voy más tiempo en esta cabina! ¡No dormiría en ella esta noche aunque me pagasen por ello un millón de dólares!
—Pero, señora...
—¡Ya sé lo que va usted a decir y desde ahora contesto que no lo haré! Prefiero estar de pie toda la noche en el pasillo.
Se echó a llorar.
—¡Oh, si mi hija lo supiera..., si pudiera verme ahora mismo...!
Poirot la interrumpió con voz bondadosa.
—No se preocupe usted, señora. Su petición es muy razonable. Llevarán en seguida su equipaje a otra cabina.
Mistress Hubbard retiró el pañuelo de sus ojos.
—¿De verdad? ¡Oh!, ya me siento más tranquila. Pero seguramente estará todo lleno, a menos que uno de los caballeros...
—Su equipaje será trasladado inmediatamente —la tranquilizó monsieur Bouc—. Tendrá usted una cabina en el coche que fue agregado en Belgrado.
—¡Oh, gracias! No soy una mujer nerviosa, pero dormir en una cabina, pared por medio con un hombre muerto... ¡Acabaría por volverme loca!
—¡Michel! —llamó monsieur Bouc—. Traslade este equipaje a algún compartimiento libre en el coche Atenas-París.
—Sí, señor. El mismo número que éste: el tres.
—No —dijo Poirot antes de que su amigo pudiese contestar—. Creo que sería mejor que le dé a madame un número completamente diferente al que tenía. El doce, por ejemplo.
—Bien, señor.
El encargado cogió el equipaje. Mistress Hubbard expresó a Poirot su agradecimiento.
—Ha sido usted muy bondadoso. No sabe usted lo que le agradezco su delicadeza.
—No tiene importancia, madame. Iremos con usted, para dejarla cómodamente instalada.
Mistress Hubbard fue acompañada por los tres hombres a su nuevo alojamiento. Una vez en él, se sintió completamente feliz.
—¡Oh, es delicioso! —exclamó.
—¿Le gusta, madame? Es, como usted ve, exactamente igual al que acaba de abandonar.
—Es cierto..., sólo que da a otro lado. Pero eso no importa, porque estos trenes tan pronto van en un sentido como en otro. Cuando salí dije a mi hija: «Quiero un coche junto a la máquina», y ella me dijo: «Pero mamá, eso tiene el inconveniente de que te acuestas en un sentido y, cuando te despiertas, el tren va en otro». Y es cierto lo que dijo. Anoche entramos en Belgrado en una dirección y salimos en la contraria.
—De todos modos, señora, ¿está usted contenta?
—No me atrevo a decir tanto. Estamos detenidos por la nieve y nadie hace nada por remediarlo, y mi barco zarpa pasado mañana.
—Señora —repuso monsieur Bouc—, todos nosotros estamos en el mismo caso.
—Bien, es cierto —confesó mistress Hubbard—. Pero nadie más que yo tuvo una cabina que atravesó un asesino en mitad de la noche.
—Lo que todavía me intriga, madame —dijo Poirot—, es cómo el individuo entró en su compartimiento estando cerrada la puerta de comunicación como usted dice. ¿Está usted segura de que fue así?
—La señora sueca lo comprobó ante mis ojos.
—Reconstruyamos la pequeña escena. Usted estaba tendida en su litera..., así..., y no pudo verlo por sí misma. ¿No es cierto?
—No, no pude verlo a causa de la esponjera. ¡Oh!, tendré que comprar una nueva. Me pongo mala cada vez que miro ésta.
Poirot cogió la esponjera y la colgó en el tirador de la puerta de comunicación con el compartimiento inmediato.
—Ahora lo veo —dijo—. El pestillo está precisamente debajo del tirador..., la esponjera lo oculta. Usted no podía ver desde la litera si el pestillo estaba echado o no.
—¡Es lo que le estaba diciendo a usted!
—Y la señora sueca, miss Ohlsson, se encontraba aquí, entre usted y la puerta, y después de empujar ésta le dijo a usted que estaba cerrada.
—Eso es.
—De todos modos, pudo equivocarse, madame. Vea usted lo que quiero decir —Poirot parecía ansioso de explicar el asunto—. El pestillo no es más que un saliente metálico..., esto. Vuelto hacia la derecha, la puerta está cerrada, vuelto a la izquierda no lo está. Posiblemente la dama sueca se limitó a empujar la puerta, y como estaba cerrada por el otro lado pudo suponer que lo estaba por el suyo.
—Bien, pero eso mismo implica cierta estupidez por su parte.
—Señora, los más bondadosos, los más amables, no siempre son los más inteligentes.
—Eso es cierto.
—Y a propósito, madame, ¿viajó usted hasta Esmirna por este itinerario?
—No. Me embarqué directamente para Estambul, y un amigo de mi hija, mister Johnson, un caballero amabilísimo, que me gustaría conociesen, fue a recibirme y me enseñó Estambul, que encontré desagradabilísima como ciudad. Y en cuanto a las mezquitas y a esas grandes pantuflas que se pone uno sobre los zapatos... ¿Qué es lo que estaba yo diciendo?
—Decía usted que mister Johnson la fue a recibir.
—Es verdad, y me condujo a un buque francés de mensajerías que zarpaba para Esmirna, y el marido de mi hija me estaba esperando en el mismo muelle. ¡Qué dirá cuando se entere de todo esto! Mi hija decía que era el viaje más cómodo, seguro y agradable. «No tienes más que sentarte en tu coche», me dijo, «y te llevará directamente a París y allí empalmarás con el American Express.» ¿Y qué haré ahora, sin haber podido cancelar mi pasaje en el vapor? Debí comunicárselo. Posiblemente ya no lo podré hacer. ¡Oh, es demasiado horrible!
Mistress Hubbard dio muestras de ir a echarse a llorar otra vez. Monsieur Poirot, que mostraba ligeros síntomas de impaciencia, aprovechó la oportunidad.
—Ha sufrido usted una gran emoción, madame. Diremos al encargado del restaurante que le traiga un poco de té con algunas pastas.
—No me sienta bien el té —gimoteó mistress Hubbard—. Es más bien una costumbre inglesa.
—Café, entonces, madame. Necesita usted algún estimulante.
—Sí, el café será mejor, porque el coñac me ataca la cabeza.
—Muy bien. Verá usted cómo le vuelven las fuerzas. Y ahora, madame, tratemos una cuestión de mero trámite. ¿Me permite que registre su equipaje?
—¿Para qué?
—Vamos a registrar los de todos los viajeros. No quisiera recordar a usted un detalle tan desagradable, pero ya sabe lo que pasó con la esponjera.
—¡Oh, hace usted bien en recordármelo! No podría resistir otra sorpresa de esta clase.
El registro quedó terminado rápidamente. Mistress Hubbard viajaba con el mínimo de equipaje: una sombrerera, un maletín y una maleta. El contenido de los tres bártulos no reveló nada notable, y el examen no habría llevado más de dos minutos, de no haber insistido mistress Hubbard en que se dedicase alguna atención a las fotografías de su hija y de dos chiquillos feos.
—¿No son encantadores mis nietos? —preguntó embelesada.

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