III Algunos puntos sugestivos

Pasó un cuarto de hora antes de que ninguno de ellos hablase.
Monsieur Bouc y el doctor Constantine empezaron por tratar de obedecer las instrucciones de Poirot. Y se habían esforzado por ver, a través de la masa de detalles contradictorios, una solución clara y terminante.
Los pensamientos de monsieur Bouc discurrieron de esta suerte:
«No tengo más remedio que pensar. Pero el caso es que creí tenerlo ya todo pensado... Poirot, evidentemente, opina que la muchacha inglesa está complicada en el asunto. Yo no puedo por menos que creer que eso es en extremo improbable... Los ingleses son extremadamente fríos. Pero ahora no se trata de eso. Parece ser que el italiano no pudo hacerlo. Es una lástima. Supongo que el criado inglés no mintió cuando dijo que el otro no abandonó el compartimiento. ¿Y por qué iba a mentir? No es fácil sobornar a los ingleses. Son tan insobornables... Todo este asunto ha sido desgraciadísimo. No sé cuándo vamos a salir de él. Todavía queda mucho por hacer. Son tan indolentes en estos países... pasan horas antes de que a alguien se le ocurra hacer algo. Y la policía debería ser más activa. No tropiezan con un caso así todos los días. Lo publicarán todos los periódicos.»
Y desde aquí los pensamientos de monsieur Bouc siguieron un camino trillado, que ya habían recorrido centenares de veces.
Los pensamientos del doctor Constantine discurrieron de este modo:
«Este hombrecito extraño. ¿Un genio? ¿O un farsante? ¿Resolverá este misterio? Imposible. Yo no le veo solución. Todo en él es confuso... Todos mienten, quizá... De todos modos, no adelantaríamos nada. Si mienten, es tan desconcertante como si dicen la verdad. Las heridas son muy extrañas. No puedo comprenderlo... Sería más fácil si le hubiesen matado a tiros... Después de todo, la palabra pistolero tiene que significar que se dispara con una pistola. Curioso país, Estados Unidos. Me gustaría ir allá. Es tan avanzado... Cuando vuelva a casa tengo que hablar con Demetrius Zagone... ha estado allí... tiene ideas muy modernas. ¿Qué estará haciendo Zía en este momento? Si mi esposa llega a enterarse...».
Sus pensamientos continuaron ya por el camino del terreno personal.
Hércules Poirot permaneció completamente inmóvil. Cualquiera habría creído que estaba dormido.
Y de pronto, después de un cuarto de hora de completa inmovilidad, sus cejas empezaron a moverse lentamente hacia arriba. Se le escapó un pequeño suspiro. Y murmuró entre dientes:
—Al fin y al cabo, ¿por qué no? Y si fuese así, se explicaría todo.
Abrió los ojos. Eran verdes como los de los gatos.
—Eh bien —dijo—. Ya he reflexionado. ¿Y ustedes?
Perdidos en sus reflexiones, ambos hombres se sobresaltaron al oírle.
—Yo también he pensado —dijo monsieur Bouc, con una sombra de culpabilidad—. Pero no he llegado a ninguna conclusión. Su oficio, y no el mío, es aclarar los crímenes, amigo Poirot.
—También yo he reflexionado con gran intensidad —dijo el doctor, enrojeciendo y haciendo regresar sus pensamientos de ciertos detalles pornográficos—. Se me han ocurrido muchas posibles hipótesis, pero no hay ninguna que llegue a satisfacerme.
Poirot asintió amablemente. Su gesto parecía significar: «Perfectamente. No podían decir otra cosa. Me han dado la contestación que esperaba».
Permaneció muy tieso, sacó pecho, se acarició el bigote y habló a la manera de un orador veterano que se dirige a una asamblea.
—Amigos míos, he revisado los hechos en mi imaginación, y me he repetido también las declaraciones de los viajeros... con ciertos resultados. Veo, nebulosamente todavía, una cierta explicación que abarcaría los hechos que conocemos. Es una curiosísima explicación, pero todavía no puedo estar seguro de que sea la verdadera. Para averiguarlo definitivamente, tendré que hacer todavía ciertos experimentos aclaratorios.
»Me gustaría mencionar, en primer lugar, ciertos puntos que parecen muy sugestivos. Empezaremos por una observación que me hizo monsieur Bouc, en este mismo lugar, en ocasión de nuestra primera comida en el tren. Comentaba el hecho de que estuviésemos rodeados de personas de todas clases, edades y nacionalidades. Es un hecho algo raro en esta época del año. Los coches Atenas-París y Bucarest-París, por ejemplo, están casi vacíos. Recuerdo también un pasajero que dejó de presentarse. Es un detalle significativo. Después hay algunos detalles que también me llaman la atención. Por ejemplo, la posición de la esponjera de mistress Hubbard, el nombre de la madre de mistress Armstrong, los métodos detectivescos de mister Hardman, la sugerencia de mister MacQueen de que el mismo Ratchett destruyó la nota que encontramos carbonizada, el nombre de pila de la princesa Dragomiroff y una mancha de grasa en el pasaporte húngaro.
Los dos hombres se le quedaron mirando, desconcertados.
—¿Les sugieren a ustedes algo esos puntos? —preguntó Poirot.
—A mí lo más mínimo —confesó francamente monsieur Bouc.
—¿Y a usted, doctor?
—No comprendo nada de lo que está usted diciendo.
Monsieur Bouc, entretanto, agarrándose a la única cosa tangible que su amigo había mencionado, se puso a revolver los pasaportes. Encontró el del conde y la condesa Andrenyi y los abrió.
—¿Se refiere usted a esta mancha? —preguntó.
—Sí. Es una mancha de grasa relativamente fresca. ¿Observa usted dónde está situada?
—Al principio de la filiación de la esposa del conde..., sobre su nombre de pila, para ser más exacto. Pero confieso que todavía no comprendo lo que quiere usted decir.
—Voy a preguntárselo desde otro ángulo. Volvamos al pañuelo encontrado en la escena del crimen. Según dijimos hace un momento, sólo tres personas están relacionadas con la letra «H»: mistress Hubbard, miss Debenham y la doncella Hildegarde Schmidt. Consideremos ahora ese pañuelo desde otro punto de vista. Es, amigos míos, un pañuelo extremadamente costoso..., un objet de luxe, hecho a mano, bordado en París. ¿Cuál de los viajeros, prescindiendo de la inicial, es probable que poseyese semejante pañuelo? No mistress Hubbard, una digna señora sin pretensiones ni extravagancias en el vestir. No miss Debenham; esta clase de inglesas utilizan pañuelos finos, pero no un pedazo de batista, que habrá costado, quizá, doscientos francos. Y ciertamente no la doncella. Pero hay dos mujeres en el tren que podrían haber poseído tal pañuelo. Veamos si podemos relacionarlas en algún modo con la letra «H». Las dos mujeres a que me refiero son la princesa Dragomiroff...
—Cuyo nombre de pila es Natalia —interrumpió irónicamente monsieur Bouc.
—Exactamente. Nombre de pila, como antes dije, que es decididamente sugestivo. La otra mujer es la condesa Andrenyi. Y en seguida algo nos llama la atención...
—¡Se la llamará a usted!
—Bien; pues a mí. El nombre de pila que figura en su pasaporte está desfigurado por una mancha de grasa. Un mero accidente, diría cualquiera. Pero consideren ese nombre, Elena. Supongamos que, en lugar de Elena, fuese Héléne, con hache. Esa «H» mayúscula pudo ser transformada en una «E», haciéndole cubrir la «e» minúscula siguiente... y luego una mancha de grasa disimuló completamente la alteración.
—¡Helena! —exclamó monsieur Bouc—. ¡No es mala idea!
—¡Ciertamente que no lo es! He buscado a mi alrededor una confirmación de esa idea, por ligera que sea... y la he encontrado. Una de las etiquetas del equipaje de la condesa estaba todavía húmeda. Y da la casualidad que estaba colocada sobre la primera inicial de su maletín. Esta etiqueta había sido arrancada y vuelta a pegar en un lugar diferente con toda seguridad.
—Empieza usted a convencerme —dijo monsieur Bouc—. Pero la condesa Andrenyi...
—Oh, ahora, mon vieux, tiene usted que retroceder y examinar el caso desde un ángulo completamente diferente. ¿Cómo se pensó que apareciera el asesinato ante la gente? No olvide que la nieve ha trastornado todo el plan original del asesino. Imaginemos, por un momento, que no hubo nieve, que el tren siguió su curso normal. ¿Qué habría sucedido entonces?
»El asesinato se habría descubierto con toda probabilidad esta mañana temprano en la frontera italiana. Las pruebas habrían sido encontradas por la policía. Mister MacQueen habría mostrado las cartas amenazadoras, mister Hardman habría contado su historia, mistress Hubbard se habría apresurado a contar cómo un hombre pasó por su compartimiento y cómo encontró un botón sobre la revista. Me imagino que solamente dos cosas habrían sido diferentes. El hombre habría pasado por el compartimiento de mistress Hubbard poco antes de la una... y el uniforme se habría encontrado tirado en uno de los lavabos.
—Lo que significaría...
—Lo que significaría que el asesinato fue planeado para que apareciese como obra de alguien del exterior... Se habría supuesto que el asesino abandonó el tren en Brod, donde tenía que llegar a las cero cincuenta y ocho. Alguien, probablemente, se habría tropezado con un encargado falso en el pasillo. El uniforme habría quedado abandonado en un lugar visible para mostrar claramente cómo se había ejecutado el crimen. Ninguna sospecha habría recaído sobre los viajeros. Así fue, amigos míos, cómo se pensó que el asunto apareciese ante los ojos del mundo.
»Pero el accidente de la nieve lo trastornó todo. Indudablemente, tenemos aquí una razón de por qué el hombre permaneció en el compartimiento tanto tiempo con su víctima. Estaba esperando que el tren reanudase la marcha. Pero al fin se dio cuenta de que el tren no se movía. Había que improvisar un plan diferente. Ya no se podía impedir que se averiguase que el asesino continuaba todavía en el tren.
—Sí, sí —dijo monsieur Bouc, impaciente—. Todo eso lo comprendo. Pero ¿qué tiene que ver el pañuelo con ello?
—Vuelvo a ese asunto por un camino algo tortuoso. Para empezar, tiene usted que darse cuenta de que las cartas amenazadoras eran una especie de pantalla. Probablemente fueron inspiradas por alguna novela detectivesca norteamericana. No eran verdaderas. Están, en efecto, sencillamente destinadas a la policía. Lo que tenemos que preguntarnos nosotros es: «¿Engañaron esas cartas a Ratchett?». En vista de lo que conocemos, la respuesta parece que tiene que ser: «No». Las instrucciones de Ratchett a Hardman indican un determinado enemigo «particular», de cuya identidad estaba perfectamente enterado. Esto, lógicamente, es así si aceptamos el relato de Hardman como verdadero. Pero lo que sí es cierto es que Ratchett recibió una carta de un carácter muy diferente: la que contenía una referencia al baby Armstrong, un fragmento de la cual encontramos en su compartimiento. El primer cuidado del asesino fue destruirla. Ése fue, pues, el segundo tropiezo de sus planes. El primero fue la nieve, el segundo nuestra reconstrucción de aquel fragmento de papel carbonizado.
»Esta nota destruida tan cuidadosamente sólo puede significar una cosa. Tiene que haber en este tren alguien tan íntimamente relacionado con la familia Armstrong, que el hallazgo de esta nota arrojaría inmediatamente las sospechas sobre tal persona.
»Vamos ahora con los otros rastros encontrados. Prescindiremos de momento del limpiapipas. Ya hemos hablado bastante de él. Pasemos al pañuelo. Considerado elementalmente, es un rastro que acusa de un modo directo a alguien cuya inicial es «H», y fue dejado caer involuntariamente por ese alguien.
—Exacto —dijo el doctor Constantine—. Esa persona descubrió que dejó caer el pañuelo e inmediatamente hizo lo necesario para ocultar su nombre de pila.
—Va usted demasiado de prisa. Llega usted a una conclusión mucho antes de lo que yo mismo me permitiría.
—¿Hay alguna otra alternativa?
—Ciertamente que la hay. Supongamos, por ejemplo, que usted ha cometido un crimen y desea que recaigan las sospechas sobre alguna otra persona, y que ésta es una mujer que va en el tren, relacionada íntimamente con la familia Armstrong. Supongamos, pues, que deja usted allí un pañuelo que pertenece a esa mujer... Ella será interrogada, se descubrirá su relación con la familia Armstrong... et voilá. Móvil... y pieza de convicción.
—Pero en tal caso —objetó el doctor—, como la persona indicada es inocente, no hará nada para ocultar su identidad.
—¿Cree usted eso realmente? Ésa sería la opinión de un policía vulgar. Pero yo conozco la naturaleza humana, amigo mío, y le diré que enfrentada de pronto con la posibilidad de ser procesada por asesinato, la persona más inocente pierde la cabeza y hace las cosas más absurdas. No, no; la mancha de grasa y la etiqueta cambiada no prueban definitivamente la culpabilidad..., prueban únicamente que la condesa tiene sumo interés, por alguna razón, en ocultar su verdadera identidad.
—¿Qué relación cree usted que la unirá con la familia Armstrong? Nunca ha estado en Estados Unidos, según dice.
—Exactamente, y habla un mal inglés, y tiene un aire extranjero que exagera. Pero no será difícil averiguar quién es. Mencioné hace poco el nombre de la madre de mistress Armstrong. Era Linda Arden, una célebre actriz, notabilísima intérprete del teatro shakesperiano. Piensen en Como gustéis. Fue en esa comedia donde ella se inspiró para su nombre de batalla. Linda Arden, el nombre con que era conocida en el mundo entero, no era su verdadero nombre. Éste pudo ser Goldenberg... con toda seguridad, tenía sangre centroeuropea en sus venas..., quizá de origen judío. Muchas nacionalidades se amontonan en América. Sugiero a ustedes, señores, que esa joven hermana de mistress Armstrong, poco más que una chiquilla en la época de la tragedia, es Helena Goldenberg, la hija más joven de Linda Arden, y que se casó con el conde Andrenyi seguramente cuando éste estuvo con el cargo de agregado en Washington.
—Pero la princesa Dragomiroff dice que se casó con un inglés.
—¡Cuyo nombre no puede recordar! Y yo les pregunto, amigos míos, ¿es eso realmente probable? La princesa Dragomiroff quería a Linda Arden como las grandes damas quieren a los grandes artistas. Era, además, madrina de una de sus hijas. ¿Iba a olvidar tan rápidamente el nombre de casada de la otra hija? No es probable. Creo que podemos afirmar que la princesa Dragomiroff ha mentido. Sabía que Helena estaba en el tren, la había visto. Y se dio cuenta en seguida, tan pronto como se enteró de quién era realmente Ratchett, de que Helena sería sospechosa. Por eso, cuando la interrogamos sobre la hermana, se apresuró a mentir... no puede recordar, pero «cree que Helena se ha casado con un inglés...», sugerencia que sin duda alguna se aleja todo lo posible de la verdad.
Entró uno de los empleados del restaurante y se dirigió a monsieur Bouc.
—¿Servimos la comida, señor? Hace tiempo que está ya lista.
Monsieur Bouc miró a Poirot y éste asintió.
—Sí, sí; que sirvan la comida.
El empleado desapareció por la puerta del otro extremo. Al cabo de unos instantes se oyó la campanilla y el pregón de su voz.
—Primera clase. La comida está servida. Primera serie.

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