IV Declaración de la dama norteamericana

Mistress Hubbard entró en el coche comedor en tal estado de excitación que apenas era capaz de articular palabra.
—Contésteme, por favor. ¿Quién tiene autoridad aquí? Tengo que declarar cosas importantes, muy importantes, y no encuentro nadie que ostente alguna autoridad. Si ustedes, caballeros...
Su errante mirada fluctuó entre los tres hombres. Poirot se inclinó hacia delante.
—Dígamelo a mí, señora. Pero antes tenga la bondad de sentarse. Mistress Hubbard se dejó caer pesadamente en el asiento frente al de Poirot.
—Lo que tengo que decir es exactamente esto: anoche hubo un asesinato en el tren, y el asesino estuvo en mi mismo compartimiento.
Hizo una pausa para dar un énfasis dramático a sus palabras.
—¿Está usted segura de eso, señora?
—¡Claro que estoy segura! ¡Qué pregunta! Sé lo que digo. Escuchen cómo sucedió. Me había metido en la cama y empezaba a quedarme dormida, cuando me desperté de pronto, rodeada de tinieblas, y me di cuenta de que había un hombre en mi cabina. Fue tal mi espanto que ni siquiera pude gritar. Quedé inmóvil, pensando: «Dios mío, me van a matar». No puedo describirles lo que sentí en aquellos momentos. Pasaron por mi imaginación todos los crímenes que se han cometido en los trenes y me dije: «Bueno, de todos modos, no me robarán mis joyas, porque las he escondido en una media y he metido ésta bajo la almohada. Que sea lo que Dios quiera». ¿Qué es lo que iba diciendo?
—Que se dio cuenta usted de que había un hombre en su cabina.
—¡Ah, sí! Estaba tendida en la cama con los ojos cerrados y pensaba: «Bueno, tengo que dar gracias a Dios de que mi hija no esté enterada del peligro en que me encuentro». Y de pronto me sentí serena, extendí a tientas la mano y oprimí el timbre para llamar al encargado. Lo oprimí una y otra vez, pero nadie acudió, y crean ustedes que pensé que se me paralizaba el corazón. «Quizá —me dije yo—, hayan asesinado a todos los que van en este tren.» Éste estaba parado y flotaba en el aire un extraño silencio. Pero yo seguí tocando el timbre y, ¡oh, qué alivio cuando sentí unos pasos apresurados por el pasillo y que alguien llamaba a mi puerta! «¡Entre!», grité, y di la luz al mismo tiempo. Y les asombrará a ustedes, pero no había un alma allí.
Esto le pareció a mistress Hubbard el climax del dramatismo y esperó para ver el efecto causado.
—¿Y qué sucedió después, señora? —preguntó tranquilamente Poirot.
—Conté al encargado lo sucedido y él no pareció creerme. Por lo visto se imaginaba que lo había soñado. Le hice mirar bajo los asientos, aunque él decía que allí no cabía una persona. Estaba claro que el hombre había huido, ¡pero hubo un hombre allí y me puso frenética la manera que tuvo el encargado de tratar de tranquilizarme! Yo no invento las cosas, señor... ¿Verdad que no sé su nombre?
—Poirot, señora, y aquí monsieur Bouc, un director de la Compañía, y el doctor Constantine.
—Encantada de conocerles —murmuró mistress Hubbard, dirigiéndose de una manera abstracta a los tres, y a continuación volvió a entregarse a su relato.
—No quiero jactarme de clarividente, pero siempre me pareció sospechoso el individuo de la puerta de al lado... el infeliz a quien acaban de matar. Dije al encargado que mirase la puerta que pone en comunicación los dos compartimientos y resultó que no estaba cerrada. El hombre la cerró, pero en cuanto se marchó yo arrimé un baúl para sentirme más segura.
—¿A qué hora fue eso, mistress Hubbard?
—No lo sé exactamente. No me preocupé de mirar el reloj. Estaba tan nerviosa...
—¿Cuál es su opinión sobre el crimen?
—Lo que he dicho no puede estar más claro. El asesino es el hombre que estuvo en mi cabina. ¿Quién si no él podía ser?
—¿Y cree usted que volvió al compartimiento contiguo?
—¿Cómo voy a saber dónde fue? Tenía mis ojos bien cerrados.
—Tuvo que salir por la puerta del pasillo.
—No lo sé tampoco. Como les digo, tenía bien cerrados los ojos. Mistress Hubbard suspiró convulsivamente.
—¡Dios mío, qué susto pasé! Si mi hija llega a enterarse...
—¿No cree usted, madame, que lo que oyó fue el ruido de alguien que se movía al otro lado de la puerta... en el compartimiento del hombre asesinado?
—No, monsieur... ¿cómo se llama...? Monsieur Poirot. El hombre estaba allí, en el mismo compartimiento que yo. Y, lo que es más, tengo pruebas de ello.
Puso triunfalmente a la vista un gran bolso y empezó a rebuscar en su interior.
Fueron apareciendo dos pañuelos blancos, un par de gafas de concha, un tubo de aspirinas, un paquete de sales Glauber, un par de tijeras, un talonario de cheques American Express, una foto de una chiquilla, algunas cartas y un pequeño objeto metálico..., un botón.
—¿Ven ustedes ese botón? Bien, pues no me pertenece. No formaba parte de ninguna de mis prendas. Lo encontré esta mañana al levantarme.
Al colocarlo sobre la mesa, monsieur Bouc se inclinó hacia delante y lanzó una exclamación.
—¡Pero si éste es un botón de la chaqueta de un empleado de los coches cama!
—Puede haber una explicación natural para eso —dijo Poirot, y añadió, dirigiéndose amablemente a la dama—: Este botón, señora, puede haberse desprendido del uniforme del encargado cuando registró su cabina o cuando le hizo la cama.
—Yo no sé lo que les pasa a todos ustedes. No saben hacer otra cosa que poner objeciones. Escúcheme. Anoche, antes de irme a dormir, me puse a leer una revista y, antes de apagar la luz, la puse sobre un maletín colocado en el suelo, junto a la ventanilla. ¿Comprenden ustedes?
Los tres hombres le aseguraron que sí.
—Bien, pues ahora verán. El encargado miró bajo el asiento desde la puerta y luego entró y cerró la de comunicación con el compartimiento inmediato, pero no se acercó ni un instante a la ventanilla. Bueno, pues esta mañana este botón estaba sobre la revista. Me gustaría saber cómo llaman ustedes a eso.
—Lo llamamos una prueba, señora —dijo Poirot.
Esta contestación pareció apaciguar a la dama.
—Me pone más nerviosa que una avispa el que no me crean —explicó.
—Nos ha proporcionado usted detalles valiosos e interesantísimos —dijo Poirot—. ¿Puedo hacerle ahora unas cuantas preguntas? ¿Cómo es que desconfiando tanto de mister Ratchett no cerró usted la puerta que pone en comunicación los dos compartimientos?
—La cerré —contestó mistress Hubbard prontamente.
—¿La cerró?
—Bueno, en realidad pregunté a esa señora sueca si estaba cerrada y me contestó que sí.
—¿Cómo no lo vio usted por sí misma?
—Porque estaba en la cama y mi esponjera colgaba del tirador y me ocultaba el pestillo.
—¿Qué hora era cuando hizo usted la pregunta a la señora?
—Déjenme pensar. Debían ser cerca de las diez y media o las once menos cuarto. Vino a ver si yo tenía aspirinas. Le dije dónde podía encontrarlas y ella misma las cogió de mi bolso.
—¿Estaba usted en la cama?
—Sí.
De pronto se echó a reír.
—¡Pobrecilla..., qué azoramiento pasó! Creo que abrió por equivocación la puerta del compartimiento contiguo.
—¿La de mister Ratchett?
—Sí. Ya sabe usted lo difícil que es acertar cuando se avanza por el tren y todas las puertas están cerradas. Ella estaba muy disgustada por el incidente. Parece ser que mister Ratchett se echó a reír y hasta le dijo una grosería. ¡Pobre mujer, le echaba fuego la cara! «¡Oh, me he equivocado!», me dijo. «Y había dentro un hombre muy antipático que me recibió diciendo: Es usted demasiado vieja.»
El doctor Constantine ahogó una risita y mistress Hubbard le fulminó inmediatamente con la mirada.
El doctor se apresuró a disculparse.
—¿Después de eso oyó usted algún ruido en el compartimiento de mister Ratchett? —preguntó Poirot.
—Bueno..., no exactamente.
—¿Qué quiere decir usted con eso, madame?
—Pues que... roncaba.
—¡Ah! ¿Roncaba?
—Terriblemente. La noche anterior casi me impidió dormir.
—¿No lo oyó roncar después del susto que se llevó usted por creer que había un hombre en su compartimiento?
—¿Cómo iba a oírlo, monsieur Poirot? Estaba muerto.
—¡Ah, sí!, es verdad —dijo Poirot, confuso—. ¿Recuerda usted el caso Armstrong? Un famoso secuestro...
—¡Ya lo creo que lo recuerdo! ¡Y cómo escapó el criminal! Me gustaría haberle puesto las manos encima.
—No escapó. Está muerto. Murió anoche.
—¿No querrá usted decir que...? —Mistress Hubbard se levantó a medias de su asiento, presa de gran emoción.
—Sí, madame. Ratchett era el criminal.
—¡Qué espanto! Tengo que escribírselo a mi hija. ¿No le dije a usted anoche que aquel hombre tenía cara de malo? Ya ve usted si tenía razón. Mi hija dice siempre: «Cuando a mamá se le mete en la cabeza una cosa, ya se puede apostar hasta el último dólar a que acierta».
—¿Tenía usted amistad con algún miembro de la familia Armstrong, mistress Hubbard?
—No. Ellos se movían en un círculo diferente. Pero siempre he oído decir que mistress Armstrong era una mujer encantadora y que su marido la adoraba.
—Bien, mistress Hubbard: nos ha ayudado usted mucho..., muchísimo. ¿Quiere usted darme su nombre completo?
—¡Oh, con mucho gusto! Carolina Martha Hubbard.
—¿Quiere poner aquí su dirección?
Mistress Hubbard lo hizo así, sin parar de hablar.
—No puedo apartarlo de mi imaginación. Cassetti... en este tren. ¡Qué acertada fue mi corazonada! ¿Verdad, monsieur Poirot?
—Acertadísima, madame. Dígame, ¿tiene usted una bata de seda escarlata?
—¡Dios mío, qué extraña pregunta! No, no la tengo. Traigo dos batas en la maleta, una de franela rosa, muy apropiada para la travesía por mar, y otra que me regaló mi hija..., una especie de quimono de seda púrpura. Pero ¿por qué se interesa usted tanto por mis batas?
—Es que anoche entró en su compartimiento o en el de mister Ratchett una persona con un quimono escarlata. No tiene nada de particular, ya que, como usted dijo, es muy fácil confundirse cuando todas las puertas están cerradas.
—Pues nadie entró en el mío vestido de ese modo.
—Entonces debió de ser en el de mister Ratchett.
Mistress Hubbard frunció los labios y dijo con aire de misterio:
—No me sorprendería nada.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿Es que oyó usted la voz de una mujer en el compartimiento inmediato?
—No sé cómo lo ha adivinado usted, monsieur Poirot... No es que pueda jurarlo..., pero la oí en realidad.
—Pues cuando le pregunté si había oído algo en la cabina de al lado contestó usted que solamente los ronquidos de mister Ratchett.
—Bien, es cierto. Roncó una parte del tiempo. En cuanto a lo otro... —Mistress Hubbard se ruborizó—. Es un poco violento hablar de lo otro.
—¿Qué hora era cuando oyó usted la voz?
—No lo sé. Acababa de despertarme y oí hablar a una mujer. Pensé entonces: «Buen pillo está hecho ese hombre, no me sorprende», y me volví a dormir. Puede usted estar seguro de que nunca habría mencionado este detalle a tres caballeros extraños de no habérmelo sonsacado usted.
—¿Sucedió eso antes o después del susto que le dio el hombre que entró en su compartimiento?
—¡Me hace usted una pregunta parecida a la de antes! ¿Cómo iba a hablar mister Ratchett si ya estaba muerto?
—Pardon. Debe usted creerme muy estúpido, madame.
—No, solamente distraído. Pero no acabo de convencerme de que se tratase de ese monstruo de Cassetti. ¿Qué dirá mi hija cuando se entere?
Poirot se las arregló distraídamente para ayudar a la buena señora a volver al bolso los objetos extraídos y la condujo después hacia la puerta.
—Ha dejado usted caer su pañuelo, señora... —le dijo en el umbral.
Mistress Hubbard miró el pequeño trozo de batista que él le mostraba.
—No es mío, monsieur Poirot. Lo tengo aquí —contestó.
—Pardon. Creí haber visto en él la inicial H...
—Sí que es curioso, pero ciertamente no es mío. Los míos están marcados C.M.H. y son muy sencillos..., no tan costosos como esas monadas de París. ¿A qué nariz convendrá un trapito como ése?
Ninguno de los tres hombres encontró respuesta a esta pregunta, y mistress Hubbard se alejó triunfalmente.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

interesante

Anónimo dijo...

muy interesante

Anónimo dijo...

Interesantisimo

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