VIII Declaración del coronel Arbuthnot

Poirot salió de su abstracción con un ligero sobresalto. Sus ojos parpadearon un poco al encontrarse con la ávida mirada de monsieur Bouc.
—¡ Ah, mi querido amigo! —dijo—. Me he hecho eso que llaman snob. Opino que debe atenderse a la primera clase antes que a la segunda. Interroguemos, pues, a continuación al apuesto coronel Arbuthnot.
Como el francés del coronel era bastante limitado, Poirot decidió conducir el interrogatorio en inglés.
Quedaron anotados el nombre, edad, dirección y graduación militar, y Poirot prosiguió:
—¿Regresa usted de la India con lo que llaman licencia... y nosotros llamamos en permission?
El coronel Arbuthnot contestó, con verdadero laconismo británico:
—Sí.
—Pero, ¿no está usted obligado a viajar en un barco oficial?
—No. He preferido viajar por tierra por razones completamente particulares. —«Y de las que no tengo que dar cuenta a ningún gaznápiro», pareció añadir el tono de su voz.
—¿Viene usted directamente de la India?
—Me detuve una noche en Ur y durante tres días en Bagdad con un coronel amigo mío —contestó el coronel Arbuthnot, secamente.
—Se detuvo tres días en Bagdad. Tengo entendido que la joven inglesa, miss Debenham, viene también de Bagdad.
—No. La vi por primera vez como compañera de coche en el trayecto de Kirkuk a Nissibin.
Poirot se inclinó hacia delante, y su acento se hizo más persuasivo y extranjerizado de lo necesario.
—Señor, voy a suplicarle una cosa. Usted y miss Debenham son los únicos ingleses que hay en todo el tren. Me interesaría saber la opinión que cada uno de ustedes tienen del otro.
—La pregunta me parece altamente impertinente —dijo el coronel con frialdad.
—No lo crea. Considere que el crimen fue, según todas las probabilidades, cometido por una mujer. Hasta el mismo jefe de tren dijo en seguida: «Es una mujer». ¿Cuál debe ser entonces mi primera tarea? Dar a todas las mujeres que viajan en el coche Estambul-Calais lo que los norteamericanos llaman «un vistazo». Pero juzgar a una inglesa es difícil. Son muy reservados los ingleses. Por eso acudo a usted, señor, en interés de la justicia. ¿Qué clase de persona es miss Debenham? ¿Qué sabe usted de ella?
—Miss Debenham —dijo el coronel con cierto entusiasmo— es una dama.
—¡Ah! —exclamó Poirot, fingiendo gran satisfacción—. ¿Así que usted no cree que esté complicada en el crimen?
—La idea es absurda —replicó Arbuthnot—. El individuo era un perfecto desconocido..., ella no le había visto jamás.
—¿Se lo dijo ella así?
—En efecto. Estuvimos hablando de su aspecto desagradable. Si está complicada una mujer, como usted parece creer (a mi juicio sin fundamento alguno), puedo asegurarle que no será miss Debenham.
—Habla usted del asunto con mucho interés —dijo Poirot con una sonrisa.
El coronel Arbuthnot le lanzó una fría mirada.
—Realmente no sé lo que quiere usted decir.
La mirada pareció acobardar a Poirot. Bajó los ojos y empezó a revolver los papeles que tenía delante.
—Todo esto carece de importancia —dijo—. Seamos prácticos y volvamos a los hechos. Tenemos razones para creer que el crimen se perpetró a la una y cuarto de la pasada noche. Forma parte de la necesaria rutina preguntar a todos los viajeros qué estaban haciendo a aquella hora.
—A la una y cuarto, si mal no recuerdo, yo estaba hablando con el joven norteamericano..., el secretario del hombre muerto.
—¡Ah! ¿Estuvo usted en su compartimiento, o él en el de usted?
—Yo estuve en el suyo.
—¿En el del joven que se llama MacQueen?
—Sí.
—¿Era amigo o conocido de usted?
—No. Nunca le había visto antes de este viaje. Entablamos ayer una conversación casual y ambos nos sentimos interesados. A mí, por lo general, no me agradan los norteamericanos..., no estoy acostumbrado a ellos...
Poirot sonrió al recordar la opinión de MacQueen sobre los británicos.
—... pero me fue simpático este joven. Sus ideas sobre la situación de la India son completamente erróneas; esto es lo peor que tienen los norteamericanos... son demasiado sentimentales e idealistas. Bien, como iba diciendo, le interesó mucho lo que yo decía. Tengo casi treinta años de experiencia en el país. Y a mí me interesaba lo que él tenía que decirme sobre la situación financiera de Estados Unidos. Después hablamos de política mundial. Cuando miré el reloj me sorprendió ver que eran las dos menos cuarto.
—¿Fue ésa la hora en que interrumpieron ustedes su conversación?
—Sí.
—¿Qué hizo usted después?
—Me dirigí a la cabina y me acosté.
—¿Estaba ya hecha su cama?
—Sí.
—¿Es el compartimiento..., veamos..., número quince..., el penúltimo en el extremo contrario del coche comedor?
—Sí.
—¿Dónde estaba el encargado cuando usted se dirigía a él?
—Sentado al final del pasillo. Por cierto que MacQueen le llamó cuando yo entraba en mi cabina.
—¿Para qué le llamó?
—Supongo que para que le hiciera la cama. La cabina no estaba preparada para pasar la noche.
—Muy bien, coronel Arbuthnot; le ruego ahora que trate de recordar con el mayor cuidado. Durante el tiempo que estuvo usted hablando con mister MacQueen, ¿pasó alguien por el pasillo?
—Supongo que mucha gente, pero no me fijé.
—¡Ah!, pero yo me refiero a..., pongamos durante la última hora y media de su conversación. ¿Bajaron ustedes en Vincovci?
—Sí, pero solamente unos minutos. Había ventisca y el frío era algo espantoso. Deseaba uno volver al coche, aunque opino que es escandalosa la manera que tienen de calentar estos trenes.
Monsieur Bouc suspiró.
—Es muy difícil complacer a todo el mundo —dijo—. Los ingleses lo abren todo, luego llegan otros y lo cierran. Es muy difícil.
Ni Poirot ni el coronel Arbuthnot le prestaron la menor atención.
—Ahora, señor, haga retroceder su imaginación —dijo animosamente Poirot—. Hacía frío fuera. Ustedes habían regresado al tren. Volvieron a sentarse. Se pusieron a fumar. ¿Quizá cigarrillos, quizás una pipa?
Hizo una pausa de una fracción de segundo.
—Yo, una pipa. MacQueen, cigarrillos —aclaró el coronel.
—El tren reanudó la marcha. Usted fumaba su pipa. Hablaron del estado de Europa..., del mundo. Era tarde ya. La mayoría de la gente se había retirado a descansar. Alguien pasó por delante de la puerta..., ¿recuerda?
Arbuthnot frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.
—Es difícil —murmuró—. Mi atención estaba distraída en aquel momento.
—Pero usted tiene para los detalles las dotes de observación del soldado. Usted observa sin observar, por así decirlo.
El coronel volvió a reflexionar, pero sin mejor resultado.
—No recuerdo —dijo— que nadie pasase por el pasillo, excepto el encargado. Espere un momento..., me parece que también hubo una mujer.
—¿La vio usted? ¿Era vieja..., joven?
—No la vi. No estaba mirando en aquella dirección. Sólo recuerdo un roce y una especie de olor a perfume.
—¿A perfume? ¿Un buen perfume?
—Más bien uno de esos que huelen a cien metros. Pero no olvide usted —añadió el coronel apresuradamente— que esto pudo ser a hora más temprana de la noche. Fue, como usted acaba de decir, una de esas cosas que se observan sin observarlas. Yo me diría a cierta hora de aquella noche: «Mujer..., perfume..., ¡qué aroma más fuerte!». Pero no puedo estar seguro de cuándo fue, sólo puedo decir que... ¡Oh, sí! Tuvo que ser después de Vincovci.
—¿Por qué?
—Porque recuerdo que percibí el aroma cuando estábamos hablando del completo derrumbamiento del Plan Quinquenal de Stalin. Ahora sé que la idea «mujer» me trajo a la imaginación la situación de las mujeres en Rusia. Y sé también que no abordamos el tema de Rusia hasta casi al final de nuestra conversación.
—¿No puede usted concretar más?
—No..., no. Debió de ser dentro de la última media hora.
—¿Fue después de detenerse el tren?
—Sí, estoy casi seguro.
—Bien, dejemos eso. ¿Ha estado alguna vez en Estados Unidos, coronel Arbuthnot?
—Nunca. No quise ir.
—¿Conoció usted en alguna ocasión al coronel Armstrong?
—Armstrong... Armstrong... He conocido dos o tres Armstrong. Había un Tommy Armstrong en el sesenta. ¿Se refiere usted a él? Y Salby Armstrong... que fue muerto en el Somme.
—Me refiero al coronel Armstrong, que se casó con una norteamericana y cuya hija única fue secuestrada y asesinada.
—¡Ah, sí! Recuerdo haber leído eso. Feo asunto. Al coronel no llegué a conocerle, pero he oído hablar de él. Tommy Armstrong. Buen muchacho. Todos le querían. Tenía una carrera muy distinguida. Ganó la Cruz de la Guerra.
—El hombre asesinado anoche era el responsable del asesinato de la hijita del coronel Armstrong.
El rostro de Arbuthnot se ensombreció.
—Entonces, en mi opinión, el miserable merecía lo que le sucedió. Aunque yo hubiera preferido verle ahorcado, o electrocutado como se estila allí.
—¿Es que prefiere usted la ley y el orden a la venganza privada?
—Lo que sé es que no es posible andar apuñalándonos unos a otros como corsos o como la Mafia. Dígase lo que se quiera, el juicio por jurados es un buen sistema.
Poirot le miró unos minutos pensativo.
—Sí —dijo—. Estaba seguro de que ése sería su punto de vista. Bien, coronel Arbuthnot, me parece que no tengo nada más que preguntarle. ¿No recuerda usted nada que le llamase anoche la atención de algún modo... o que, pensándolo bien, le parezca ahora sospechoso?
Arbuthnot reflexionó unos momentos.
—No —dijo—. Nada en absoluto. A menos que...
—Continúe, se lo ruego.
—No es nada, realmente. Sólo un mero detalle. Al volver a mi cabina me di cuenta de que la siguiente a la mía, la del final...
—Sí, la dieciséis...
—Bien, pues no tenía la puerta completamente cerrada. Y el individuo que estaba dentro miraba de una manera furtiva por la rendija. Luego cerró la puerta rápidamente. Sé que no tiene nada de particular, pero me pareció algo extraño. Quiero decir que es completamente normal abrir una puerta y asomar la cabeza para ver algo, pero fue el modo furtivo lo que me llamó la atención.
—Es natural —dijo Poirot, no muy convencido.
—Ya le dije que es un detalle insignificante —repitió Arbuthnot, disculpándose—. Pero ya sabe usted que en las primeras horas de la mañana todo está muy silencioso... y el detalle tenía un aspecto siniestro... como en una historia de detectives. Una tontería, realmente.
Se puso en pie dispuesto a marcharse y, decidido, dijo:
—Bien, si no me necesitan para nada más...
—Gracias, coronel Arbuthnot; nada más por ahora.
El coronel titubeó un momento. Su natural repugnancia a ser interrogado por extranjeros se había evaporado.
—En cuanto a miss Debenham —dijo con cierta timidez—, pueden ustedes creerme que es toda una dama. Respondo de ella. Es una pukka sahib.
El coronel enrojeció ligeramente y se retiró.
—¿Qué es una pukka sahib? —preguntó el doctor Constantine con interés.
—Significa —dijo Poirot— que el padre y los hermanos de miss Debenham se educaron en la misma escuela que el coronel Arbuthnot.
—¡Oh! —exclamó el doctor Constantine, decepcionado—. Entonces no tiene nada que ver con el crimen.
—En absoluto —dijo Poirot.
Quedó abstraído, tamborileando ligeramente sobre la mesa. Luego levantó la mirada.
—El coronel Arbuthnot fuma en pipa —dijo—. En el compartimiento de mister Ratchett yo encontré un limpiapipas. Mister Ratchett fumaba solamente cigarros.
—¿Cree usted que...?
—Es el único que ha confesado hasta ahora que fuma en pipa. Y ha oído hablar del coronel Armstrong. Quizá realmente le conocía, aunque no quiere confesarlo.
—¿Así que cree usted posible...?
Poirot movió violentamente la cabeza.
—Lo contrario, precisamente... que es imposible... completamente imposible que un inglés, honorable y ligeramente necio, apuñale a un enemigo doce veces con un cuchillo. ¿No comprenden ustedes, amigos míos, lo imposible que es esto?
—Eso es psicología —rió monsieur Bouc.
—Y hay que respetar la psicología. Este crimen tiene una firma y no ciertamente la del coronel Arbuthnot. Pero vamos ahora a nuestro siguiente interrogatorio.
Esta vez monsieur Bouc no mencionó al italiano. Pero se acordó de él.

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